
No es raro, supongo, que a lo largo de este mes de julio haya salido en diversas conversaciones el tema de la cabalgata / manifestación que a finales de junio tuvo lugar en Sevilla. Me refiero al macroevento generalmente calificado como ‘orgullo gay’. Vaya por delante que yo no soy partidario, y desde luego no me siento representado por un conjunto de individuos sin camiseta, depilados, cachas, rociados de purpurina, maquillados y con plumas (literales) de colores. Pero hago como que eso no va conmigo, y aquí paz y después gloria.
Sin embargo, y formas de ser aparte, no he podido evitar la sensación, en plan gota malaya, de sentirme juzgado. Señalado. No siempre –por ejemplo no ocurrió en mi conversación con Manu-, pero sí creo que poco a poco me han ido colgando el sambenito de disidente. Hasta que el
summum, el clímax, la vuelta máxima de tuerca llegó anoche, en el gimnasio. Durante este mes voy a uno del centro de Sevilla que, entre otras cosas, es compatible con comer a diario en casa de mimamá y con pasear por el centro de la que sigue siendo mi ciudad, aunque a veces lo olvide. Allí me encuentro habitualmente con José A., un viejo conocido del grupito con el que solía salir por el ‘ambiente’ en mis años mozos.
Él es un tío raro, lleno de problemas personales y psicológicos, contrario al conservacionismo ecológico y casi también a los derechos humanos… un tío que piensa, por ejemplo, que cuando “los de fuera” o los de barrios periféricos venimos al centro de Sevilla, se nos debería impedir aparcar, aunque sea en plazas reglamentarias, porque él "no viene a nuestro pueblo o a nuestros barrios a molestar”. En fin, un individuo al que servidor tiene cariño porque nos unen buenos recuerdos y algún que otro amiguete. Punto pelota.
Por eso, porque sé que está mal, evito meterme en fregaos cuando hablamos. Le digo que sí, que sí… y
p’alante. A continuación, siempre pienso que igual se cree que soy tonto y maleable… Sin embargo, ayer me obcequé. Salió el tema de ‘la mani’ pro-gay y yo expresé mi desacuerdo con semejante iniciativa. Su respuesta fue tajante: “Claro. Eso es porque tú estás armarizado y te da asco que te vean junto a un plumífero. De eso nadie tiene la culpa”. Silencio tenso. “¿Por dónde empiezo?”, pensé, teniendo siempre presente que no es del todo cuerdo. De un modo más o menos constructivo, le expliqué mi hasta ahora única experiencia en estos macroeventos: el Europride 2007 de Madrid.
Un gran botellón, un gran negocio con multitud de camiones-carrozas patrocinadas por restaurantes muy chic de Chueca, empresas de cosmética, productoras de pelis porno, bares del ambiente para todos los gustos, publicaciones del sector… y aderezándolas, lo de siempre y los de siempre: Boris Izaguirre, Jorge Javier Vázquez, la Veneno con las tetas al aire, la omnipresente Alaska y otra mucha gente famosa llevada por el afán de protagonismo y/o la buena voluntad. Al frente de toda la comitiva, una gran bandera de la República portada por un tío desnudo y coloreado. En todo este contexto, la gran pancarta que llevaban Zerolo, Carla Antonelli y gentes de otros partidos pasaba casi desapercibida. Al menos, ésa fue mi percepción.
Por eso, yo traté de explicarle didácticamente a José A. que estar en contra de ese formato no implica ser un frígido reprimido e infeliz, que no todos los que parecemos heteros nos esforzamos por que no aflore la pluma ni vivimos entre perchas y cajones –yo, para según quién, estoy armarizado para cuestiones de tendencia sexual, política, religiosa y hasta futbolera, que para eso mi vida es mía y la administro como quiero-, y también le dije que a mí no me daba asco de que me vieran con ‘plumíferos’, pues entre mis amigos y conocidos hay de todo. ¿O es que todos los que van al Orgullo gritan “¡que me parto el coño!”, como dice el chiste, cuando se caen de culo al suelo? En fin…
La conversación sólo sirvió para que él tratara de hacerme sentir mal por traicionar a los héroes de Stonewall, y para que yo me mantuviera firme en mi convencimiento de que el enfoque es erróneo y de que yo no tengo nada que ver con Shangay Lilí ni con maromos depilaos que se ponen alitas de algodón. Vale como espectáculo social, callejero, pero poco más. Dudo de su utilidad sociopedagógica, y desde luego comparto las críticas de los traidores de Colega, a quienes por lo visto demasiado favor se les hace dejándoles vivir.
Al final, como guinda, mi interlocutor sentenció que no se debe consentir que “la gente (osea yo) hable y critique”. Y claro, hasta ahí podíamos llegar. “José A., tengo todo el derecho del mundo a decir que me parece improcedente, inoportuno, que no me gusta, que no me representa o que me parece ordinario, y mil cosas más”, le dije. Él, además, me acusó de dividir y de irme, poco más o menos, del lado de los heteros… como si fueran un ente maléfico que pulula por ahí pensando en cómo jodernos y mofarse de nuestros sentimientos.
Todo esto me recuerda que, en ocasiones, los oprimidos se convierten en opresores, en dictadores de verdades únicas que terminan siendo más papistas que el Papa (incluso administrando infalibilidades). Orwell siempre tiene razón. Yo seguiré buscando mi espacio, pese a quien pese y cueste lo que cueste. La disidencia, como reza esta imagen, es vital para la democracia: y quien no lo vea así, tal vez tenga un problema de miopía. De miopía democrática, que a mí me da que debe de ser la peor de las miopías. Espero no terminar como Trotsky…