Mol, life and so on

domingo, enero 31, 2010

La agenda de los amigos muertos



Era un viernes, intenso para ser viernes. Demasiado, tal vez. Pasadas las 15:30 horas, aparqué el coche a pocos metros del puente, en esa gran explanada que se derrama sobre el albero, y bajé por la calle Baños hasta la Gavidia. Cerca de allí había quedado con Craso... Miré el reloj, y concluí que a esa hora íbamos a pillar las sobras, en todo caso. No me parecía una buena manera de empezar el finde, así que traté de relajarme y de tomar conciencia de que, por fin, había un día soleado en la otrora capital del sol (dudo a veces si vivo en Galicia o en Sevilla).

De repente, nuestras miradas se cruzaron. "¿Eres tú?", me pregunté. "¿Será él?", pasaría por su cabeza. Frenamos en seco nuestro paso rápido, nos miramos y nos saludamos con cierta efusividad, no exenta de cierto reparo porque, en ese momento, yo al menos todavía dudaba si ese chico era la persona que yo tenía en mente... o si se me había cruzado algún cable y pertenecía a un entorno diferente.

Pero no. Era él, Zamora. Un viejo compañero del colegio con el que en aquellos tiempos de mediados de los 80 no había feeling; sin embargo el tiempo pasa, y pasa para todos. A ambos nos dio alegría. Hablamos, y hablamos... Él tenía un negocio, dos hijas y una reala de perros para practicar la caza mayor. Yo, un cambio reciente de empleo (ya os contaré), algo parecido a estrés postraumático, un alelamiento perenne y ganas de comprar un buen sofá. "¿Te has casado?", me preguntó. "No", respondí sonriendo. "¿¿Nooo??", insistió incrédulo. "Qué va. Pero eso sí, tengo dos perros muy inquietos", sentencié entre risas.

Estábamos muy agusto. Él había quedado con un cliente y yo con Craso, que se estaría muriendo de hambre, pero hacía casi 25 años que no nos veíamos y teníamos que ponernos al día: al menos, unos minutos más. Le pregunté por la gente, por los compañeros del curso. "Es que yo no acabo de tener claro quiénes eran de aquel curso y quiénes del colegio, sin más", respondió. Tiré de mi puta buena memoria, de ésa que es capaz, ahora mismo, de recitar de cabeza la lista de sexto, de séptimo o de octavo sin dudar un instante, y de cabeza fui asociando los nombres que aparecían a la relación que los enumerados mantenían con mi interlocutor. En otras palabras, que le pregunté por los seis o siete que, según recordaba un servidor, mantenían mejor relación con mi ex compañero de EGB.

La respuesta me dejó de piedra. "Muchos ya no están aquí". Silencio. No supe qué interpretar. "¿Viven en otra ciudad?", pregunté con fingida inocencia, como no queriendo afrontar el fostión que vendría luego. "No. Ya no están en este mundo", enunció. ¿Accidentes de tráfico? ¿Enfermedades? "Sobredosis, drogas".

La imagen me dolió. Aquellos niños y niñas que jugaban juntos y que se peleaban sobre el patio del colegio habían tomado caminos muy distintos: pero algunos se quedaron en él. Decidieron que no podían seguir andando, que esto de la vida no era lo suyo. Y uno de los que había caído víctima de la heroína, que siguiendo la eufemística construcción de mi interlocutor "ya no estaba aquí", era Juan B., el chico que revolucionó las entrañas de mi sexualidad preadolescente y que, ya entonces, me ayudó sin pretenderlo a descubrir que a mí, en gimnasia, la mirada se me iba al lado opuesto de la fila.

Me quedé helado. Yo, que a veces tengo la sensación de estar empezando a vivir, descubrí de repente que algunas personas ya habían concluido el viaje de vuelta. Qué simple y qué perra es esta vida. En esas estaba yo conmigo mismo cuando de repente añadió: "Y otra que lo ha pasado mal con las drogas, que ha estado muy enganchada, ha sido Ángeles Z.", añadió. ¡Coño, mi amor platónico en los primeros años escolares! Se me vino a la memoria cierta vez que elaboré para pretecnología una figura de escayola; a ella le encantó, y cuando llegué a casa al mediodía preparé una réplica a toda prisa, la sequé al sol (era mayo, hacía mucha calor), la pinté y se la entregué esa misma tarde antes de entrar en clase. Se volvió loca de alegría, y yo me sentí como un caballero medieval que haría cualquier cosa por su dama. Por aquellos tiempos ella quería ser enfermera, y yo médico. Así que hablamos de poner una consulta juntos. Paradójica esta vida...

Zamora y yo nos despedimos con un sentido apretón de manos. Yo seguí camino con mi interior transformado en un hervidero de sensaciones, de pensamientos, de recuerdos... Sabía que de aquella promoción pocos hemos ido a la Universidad, pero no tenía ni idea de que la vida hubiera sido así de cabrona con algunos de mis compañeros: y en concreto, con dos que en su momento fueron vitales para mí y que han dejado una muesca en mi biografía. No hay remedio para Juan B., pero creo que Ángeles Z. ha empezado a levantar cabeza.

Ojalá tenga un día la posibilidad de tomar un café con ella; de contarle, sencillamente, lo importante que fue para mí.