Mol, life and so on

viernes, septiembre 24, 2010

El canto del autillo




“¡Mira! ¿Lo escuchas? ¡Es un autillo!”. Su cara de sorpresa, reforzada por el brillo nocturno y emocionado de sus ojos, hizo patente el amor que sentía por las aves. Aquella noche primaveral, fresca y agradable, fue un placer pasear con él por la Alameda. Jesús, sin embargo, ha sido un tren al que me subí por error: mejor no adquirir pasajes si no te apetece viajar, más vale quedarse en casa que salir corriendo sin ton ni son. El problema es que a veces, la ansiedad te impulsa a percibir las paredes como prisiones, no como elementos de protección frente a las inclemencias externas. Y cuando se dan palos de ciego, las equivocaciones acechan a cada esquina...

Pese a todo, el triste Jesús me ha enseñado tres cosas: la primera, que la gente puede ser indeseable aunque no lo parezca; la segunda, que las aulagas florecen en suelos deteriorados y sólo dan flores amarillas; y la tercera, que ese canto aflautado similar al sónar de un submarino es emitido por la más pequeña de las rapaces ibéricas. Días después, paseando a mis perros, observé que un ave de escasa envergadura se acercaba a nosotros. Horacio y Gaspi miraron con indiferencia, juzgando que apenas dos cuartas de punta a punta no suponían amenaza alguna. El bichito se posó en una antena y nos miraba con curiosidad, amenizando con su nocturno el tránsito de mis dos hijos peludos por caminos repletos de hierba seca. Ese día, Jesús ya era historia, no he vuelto a saber de él.

Pasaron un par de meses, y escuché de nuevo al autillo mientras luchaba con mi inevitable insomnio. Yacía en la sierra tumbado sobre un colchón hinchable, y donde sólo una lona fina separaba mis ojos de las estrellas. “¡Puto autillo!”, pensé. Mi simpatía hacia el pobre buhíto se vio reducida a cenizas por mor de un insomnio que encontró en su “¡bippp... bippp!” otra excusa para no esfumarse. Acaricié el pelo negro y perfecto de mi acompañante para tratar de relajarme, que inconscientemente se giró hacia mí, suspiró con fuerza y cogió mi mano. Dos noches completas estuvo en su atalaya, haciéndonos compañía y recordándonos a intervalos de diez segundos que aquello era su terreno, que la antena televisiva sería de mi propiedad... pero el pino que nos cobijaba era sólo suyo, y allí nosotros ejercíamos de huéspedes. Por tanto, si tenía que cantar a deshoras, cantaba y bendito sea el Señor.

Ayer fue un día intenso. Tanto, que incapaz de conducir a mediodía tuve que irme a dormir la siesta dentro de mi coche en el parking de Cartuja. Parecía un sintecho. Apenas tres horas de sueño, una jornada laboral intensa y la perspectiva de estar tres horas y media escuchando hablar en alemán aconsejaban una parada. Después de clase tomé una cerveza con el Dios del Sol, que iba a estallar de puro morbo. Ya de noche, iluminadas las calles por una mezcla irreal de bombillas urbanas y destellos lunares, volvimos a Cartuja para recoger el vehículo que nos llevaría a casa. Y allí, imbuido de una bruma fluvial con tonos casi azulados, el autillo volvió a hacerse presente.

Cinco semanas habían pasado desde la última vez... y el pequeño bichillo intentó recordarme que, al menos él, sí ha venido para quedarse. Fijé mis ojos en los del Dios y le dije, contagiado por la misma emoción que me mostró Jesús en su momento: “Mira, ¿lo escuchas? Es un autillo”. El Dios sonrió con cierta indiferencia, afectado por el cansancio y por el desinterés que le provocan estas cosas. En mi mente, la rapaz seguía cantando, e hilvané su canto de ayer con el que me acompañó en ocasiones anteriores. Y en ésas estaba hasta que, dentro del coche, el joven Dios me agarró la cabeza con fuerzas y me besó: primero limitándose a recordarme la suavidad de sus labios, y luego permitiéndome rememorar que éstos eran la puerta de entrada a un mundo de sensaciones húmedas, a veces incluso metálicas –cosa de los piercings ;-)- pero siempre muy, muy intensas. No sé qué maestros habrá tenido este chico...

Aún aturdido puse en marcha el vehículo, encendí las luces y bajé automáticamente los cristales para que entrara un poco de aire fresco. Comprobé entonces que el ronco runrún del motor diesel era el único sonido que perduraba en aquella especie de villa nuclear. El autillo se calló, no sé si asustado por la invasión mecánica de su canto o escandalizado en su inaceptable papel de mirón de lo que ocurría dentro de mi Opel Corsa. El caso es que cerró el pico, y nunca mejor dicho.

Desde entonces, me pregunto si sólo canta mientras es testigo de sentimientos castos, como la amistad o el amor mal entendidos, y enmudece cuando aflora la pasión. Sería una pena: le he cogido cariño, y tengo el presentimiento de que va a tardar en cantarme de nuevo... Tendré que asumir que él también está de paso.