Mol, life and so on

martes, agosto 16, 2011

Relojes rotos




Esa tarde, el sol que caía se volvió azul. La luna emergente, también azul. El cielo, por supuesto, azul. Y mis entrañas, azules. No era un azul cualquiera: sencillamente, todo estaba impregnado del celeste agua más increíble que he visto en mi vida. Por unos instantes te evité la mirada: ¡Hostias, qué ojos!, pensé. Sin embargo, y pese a los nervios, me dejé llevar. Como pude, no como hubiera querido. Esa tarde, en definitiva, no tuvo precio. Bañarme en tu mirada fue un regalo de la vida, casi un don. Nunca olvidaré el efecto de la luz solar sobre tus iris mientras tomábamos un café junto a la Torre del Oro: “¿Cómo pueden ser tan azules?”, pregunté ingenuamente, esperando una respuesta que tú obviamente no tenías. “No lo sé; pero en invierno, cambian de color”, aseveraste. “Que nunca llegue el invierno, por Dios”, sentencié.

No podía llegar. La calidez lo enjuagaba todo, y el tiempo no avanzaba. Paró para nosotros. Los relojes cayeron, supongo que deslumbrados bajo tu fuego azul. Vimos uno, y roto. Otro, y roto también. Otro más, sin ni siquiera agujas. Bonita metáfora: el presente era tan inmóvil como nuestro, y eso habría que aprovecharlo. Te acaricié el rostro, te cogí por la cintura. Me acerqué a ti, como buenamente supe. “¿Y yo, también tendré que emborracharte para que me des un piquito?”, concluiste después de escuchar aquel episodio vivido en Madrid durante mi última cena de empresa. Me zambullí entonces en tu cuerpo. Te abracé, te besé, te volví a besar. Te comí, te bebí, volvería a hacerlo una y otra vez. La vida resultaba preciosa e intensa. Nunca antes había paseado por la calle con alguien de la mano. Y mucho menos, besarlo. Fue mi primera vez, y no sólo por eso, también una vivencia única.

A esas horas de la noche, de una madrugada azul y clara por mor del pleno lunar, yo viví mi particular Eldorado, que desde luego no era un champú. Más bien una mezcla de virtud, de brazos entrelazados e incluso de eso que algunos llaman pecado. Despertarme a tu lado fue un privilegio: te miré fijamente, hasta que abriste los ojos. Entonces amaneció, aunque el sol llevaba horas fuera. Sin embargo, lo más bonito aún estaba por llegar: vivencias que quedan para ti y para mí, para la historia de nuestras vidas y, quién sabe, tal vez como preámbulo de lo mucho que nos quede por vivir.

De todo lo bueno que hubo, y que fue un raudal, yo me quedo con dos cosas: una, la conversación que tuvimos, y que terminó conmigo abrazado a ti, enganchado a tu cuello con ojos llorosos. La otra, el inesperado abrazo que me diste al salir de aquel restaurante, justo delante de un gran espejo repujado en color blanco mate: “Mira, qué guapos”, dijiste. Mientras me envolvías desde atrás con tus brazos, y unías tu cara a la mía, pensé en aquellos versos del bolero que canta nuestra amiga Ana: “Te me apareces en los espejos, como una sombra de cuerpo entero. Yo me pellizco... y no me lo creo”.

Al día siguiente, los relojes volvieron a funcionar con cronométrica precisión, y tuviste que marcharte. Nos despedimos dos veces: en mi casa, y a las afueras de mi pueblo. Abrazados, hablábamos de segundas partes, que quién dijo que nunca fueron buenas. Poco a poco, contigo en la distancia, los colores fueron volviendo a su cauce... pero ojalá vuelva a inundarlo todo el azul, que si antes ya era mi color favorito, ahora se puede convertir casi en un modo de vida. No se me ocurre un mejor deseo :-)