Mol, life and so on

miércoles, diciembre 21, 2011

¡Amén!




La semana pasada culminó con la festividad más bonita del año: el Día de la Esperanza, que se celebra cada 18 de diciembre. Sé que no soy objetivo, porque Esperanza y Macarena son dos caras de una misma moneda, como arena y huella, hidrógeno y oxígeno, o amor y amor. Sin embargo, y dejando a un lado advocaciones que nos generan debilidad, cierto es que la esperanza es un bien tan escaso como imprescindible. Creo sinceramente que cuando la esperanza flaquea, todo se va al garete, porque es el ingrediente necesario para afrontar los rigores de cada día, que no suelen ser pocos.

Además, la esperanza es como la historia: personal y, al mismo tiempo, colectiva. Hay un compendio de esperanzas individuales, mientras que otras son comunitarias. En lo que a mí respecta, tengo esperanza en seguir manteniendo la ilusión por crecer personal y profesionalmente (es decir, personalmente); en tener siempre muy presente punto de partida, pues lo poco o lo medio-poco que hoy soy y tengo se ha construido desde un vacío considerable; en que los libros y la cultura sigan provocando mi interés, y los palos recibidos no varíen mi concepto sobre el valor de la entrega en el amor.

Por otra parte, la tengo en que de este maremoto que es la crisis salga una economía más sostenible y social, capaz de desplazar los núcleos de decisión y control desde el libre albedrío hacia las autoridades competentes, sean éstas locales, nacionales o transnacionales. También espero que mejore mi entorno socioeconómico, que no cese e incluso se incremente la preocupación por el medio ambiente, los derechos humanos y todas esas inquietudes que cualquier persona de buena voluntad alberga en sus entrañas.

Ahora bien, la esperanza no puede ser un concepto abstracto, filosófico o mucho menos teológico, sino un motor de trabajo y un ingrediente fundamental en nuestra gestión del día a día. ¿De qué se trata? De ponerle valores a la acción, más allá de una mera sarta de decisiones más o menos cotidianas, más o menos relevantes. Sencillamente, de actuar con ganas y creérnoslo: porque la esperanza, en mi opinión, es un aroma que debe impregnar nuestra manera de ver la vida. Si todo lo teñimos de ese color, la sonrisa brota y el brillo se asoma a la mirada.

Ahora sólo nos falta creerlo, asumirlo y decir “¡Amén!”

miércoles, diciembre 07, 2011

Hola, ¿qué tal estás?




Hacía tiempo que no hablábamos. Concretamente, un año. Todavía esbozo una sonrisa al rememorar tus últimas palabras: “¡Chorizo, chorizo!”, fue lo que me pediste al enterarte de que Adrián, Pablo y yo íbamos a esa feria agraria de la Sierra Norte. Querías demostrar que estabas bien, en condiciones de irte a casa y dejar atrás ese moridero llamado San Lázaro. Recuerdo que me preguntabas cómo habías pasado la noche: “Bien”, respondí, pues era cierto. “¿Natural, no?”, apuntillaste, mientras que un servidor aseveraba cabeza arriba y abajo. “Quiero irme a mi casa”, sentenciaste sin saber que la sentencia, la verdadera sentencia, ya estaba dictada. “Alea iacta est”, dijo alguien o algo en las altas esferas, mientras que la tan temida señora afilaba su acero rudo.

Empezó a llover en El Pedroso. Quique dio señales de vida tras varios meses, aunque ya le dejé bien claro que al Dios del Sol nada ni nadie podría hacerle sombra. Me extrañó su resurrección. Nos fuimos corriendo para el coche y, de camino hacia Sevilla, me quedé frito: aquel almuerzo serrano y la noche anterior de guardia junto a tu cama fueron avales más que suficientes para un sueño profundo, profundo. El resto de la tarde estuve descansando.

Al día siguiente, hace hoy justo un año, la voz de la sangre volvió a llamarme. “¡Hostias, no!”, fue lo primero que pensé. Creo que la reconocí. Ese estado de serenidad inmediato que me invadía, esos ojos abiertos como platos, pasar del sueño a la acción en cuestión de segundos, fueron factores que me impulsaron a mirar el reloj: las 04:58 de la madrugada. Minutos después, llamó mi hermano para darme la noticia. Lo que él no sabía, pero yo sí, es que la voz de la sangre ya me la había transmitido justo en el momento en que ocurría. Ni un minuto antes, ni un minuto después. No deja de ser curioso: que pase, por supuesto... pero sobre todo, que yo sepa identificar esa llamada. Llevo alguna otra, como sabes.

Mis sentimientos estuvieron muy encontrados desde el principio. Por una parte, no pude evitar la sensación de alivio, sobre todo por mamá. Por otra, la pena inhumana de haberte visto apagándote como una vela, sin que nadie pudiera hacer algo: sólo calmar el dolor. También había en mí cierta tristeza por la rapidez del desenlace y su carácter inesperado. Y cómo no, estaba esa extraña sensación de que tampoco era para tanto... pese a que, en teoría, se acababa de hundir un pilar de mi vida.

Sólo en teoría, porque no hay que llamarse a engaño: tú y yo no nos quisimos. Tú hipermacho, yo gay. Tú rudo, yo 'fino', como me decías siendo pequeño para reírte de mí. Tú mujeriego, yo cánidamente fiel. Tú sin formación académica, yo con una muy sólida conseguida sin tus bendiciones, aunque sí con tu apoyo económico. Tú distante, yo muy cariñoso. Tú poco familiar, yo también. Tú sintiéndote incomprendido por todos, yo sintiéndomelo por ti. Tú poco involucrado en la vida en pareja, yo dispuesto a dar mi hígado por las dos y media que he tenido. Casi se puede afirmar que nos definíamos por contraposición: si tú alfa, entonces yo omega y viceversa. Mezclarnos era, casi siempre, acercar sodio al agua: origen de violentas reacciones. Reconozcámoslo: éramos incompatibles, y mi vida está surcada por una ristra de hechos que lo demuestran, afortunadamente ya casi todos ellos inertes.

Sin embargo, lo paradójico fue que tu enfermedad nos acercó más que nunca. Para mí no volviste a ser ese hombretón capaz de conducir una hormigonera enorme al que admiraba un Carlitos infante y alegre: pasaron cosas, y sabes cuáles exactamente, que se cargaron el mito cuando aún no tenía edad ni para saber qué era un mito. Pese a ello, durante esas tres semanas largas de agonía hubo respeto en la mirada, incluso cariño. La dignidad humana y los valores están afortunadamente por encima de las vivencias de cada uno.

Además, empezaron a aflorar recuerdos bonitos: aquel viaje a Salamanca, tu inesperada visita al cole de párvulos, aquel día que me llevaste a ver “una iglesia redonda” a Lebrija porque sabías que estaba fatal y pensabas que aquello me animaría... Una cierta gratitud entre un marasmo de espinas. Pétalos que no daban para una rosa, pero era lo único que había. Según me comentaron familiares que te visitaban, en alguna ocasión expresaste lo orgulloso que te sentías de mí: de que fuera el único licenciado de la familia y de que tuviese un buen trabajo “en una mesa”. Al parecer, cuando ya no te quedaban ni migajas de voz, expresabas con palmas tu alegría al saber que era yo quien te acompañaría durante la noche. Y la última que viste el amanecer era Carlos, precisamente, quien estuvo a tu lado. “Me voy a El Pedroso”, te dije al despedirme, antes de ir con mis dos amigos a pasar un bonito día serrano.

Puede que algún día nos volvamos a ver, aunque yo no creo en esas cosas. De ser cierto, aprovecharé para explicarte que el chico de los piercings que me acompañaba cuando llevamos tus cenizas al río era mi novio. Sí, mi novio... y alguien a quien quise más que a mi vida: porque te fuiste sin saber que desde pequeño me molan los tíos. También te explicaré por qué dejé de besarte en la adolescencia, o de llamarte papá cariñosamente: pero es que te lo curraste muy, muy poco. A cambio, tú me cuentas por qué mantenías esa actitud hacia mí, y por qué me miraste durante 37 años con esa mezcla de recelo, envidia y... desprecio, sí. Desprecio. Al final, el acero fúnebre hizo su trabajo, y todo eso saltó por los aires y se esfumó como una hoguera de papeles: sólo permanece lo que hay anclado en mis recuerdos, cada vez más insustancial, irrelevante, etéreo... Vanidad de vanidades, en mejor contexto que nunca. Quedan las buenas acciones, y hasta el recuerdo más intenso se palía con el cronobálsamo.

Espero, no obstante, que la llegada de la tan temida señora te dejara un instante para ver tu vida en perspectiva. Para observar a vista de pájaro tus acciones y actitudes. Es lo que espero también para mí, y creo que es un buen deseo para todos. Al menos, irnos del mundo siendo conscientes de nuestros aciertos y de nuestros errores, pues transitar por este camino creyéndonos ídolos o villanos, perfectos o putrefactos, tiene el mismo sentido que la bicromía radical fuera del tablero de ajedrez. A veces no hay tiempo para entonar un acto de contrición, y la letra del “Yo confieso ante Dios Todopoderoso...” la hemos olvidado todos. Yo también. Pero si al menos, sólo al menos, la laxitud muscular de la muerte desplaza nuestro cuello por la almohada después de tomar esa perspectiva, entonces y sólo entonces nos vamos con una lección aprendida. Es el canto humano del cisne, y el momento en que nuestra esencia más sublime puede cobrar sentido.

Moriste como quisiste vivir: solo. La vida a veces puede ser tremendamente irónica... hasta para dar el portazo a la salida.

Yo, por mi parte, puedo decirte un año después que no te guardo rencor. De verdad que no. E incluso te doy las gracias por ayudarme a definirme: por oposición, pero si tengo claro cómo soy es, en parte, porque he visto muy de cerca cómo no quiero ser. Duro, pero efectivo. Por desgracia, esa irónica vida que antes citaba se ha empeñado en enseñarme lecciones a base de hostias, qué le vamos a hacer. Este año también llevo un par de ellas. Pero las aprendo e interiorizo, y al final es lo que queda. Como las buenas acciones. Como los buenos recuerdos, escasos desde luego, que aún guardo de ti. Y como los malos, a los que cada vez miro más de frente y soy, incluso, capaz de relativizarlos. Será que me voy haciendo mayor... o que para mi desgracia, sigo siendo el mismo niño bueno de siempre. Tú hubieras deseado otro tipo de hijo, pero soy el que soy... y hasta me siento a ratos resignado, a ratos feliz. Te aseguro que yo también habría querido enfocar esta carta de otra manera. Hay cosas que no se pueden elegir, ¿verdad? .

Yo, sin embargo, sí puedo elegir mandarte hoy un beso. Y lo hago porque quiero. Y porque en el fondo, hasta me apetece dártelo...

Descansa en paz, papá.