Mol, life and so on

lunes, noviembre 29, 2010

Confusión, agotamiento...




Supongo que es inevitable, pero los acontecimientos de las últimas semanas me tienen profundamente perturbado. Hay días que no sé ni por dónde me viene el aire. Mi padre está agonizando: no hay nada que hacer con él, y lo han enviado a un hospital que hace las veces de moritorio para que le traten sus dolores con Nolotil, hasta que no haya más opción que la morfina. Anoche llegué al centro sanitario en torno a las diez menos cuarto: me tocaba hacer guardia. De camino, recibí tres llamadas: mi madre para saber si había llegado ya, mi hermano para preguntar dónde estaba, y mi hermana, ya por último, queriendo saber cómo lo había encontrado.

Odio esas llamadas, que meten aún más presión a un día a día repleto de ella. Llevaba una semana sin ver a mi padre: supongo que la alteración en el ritmo de sueño y de comidas habrá afectado a mis defensas. El caso es que estuve griposo, y cuando ayer entré en la habitación, después de siete días, vi a un hombre mayor, profundamente demacrado, pero en nada distinto a como estaba la última vez. “¿Qué tal lo ves?”, preguntó mi hermano. “Pues más o menos igual”, respondí. “¿Sí? Fíjate en su mirada”, aseveró taxativo. Mi padre tenía los ojos cerrados, pero cuando los abrió, pude ver dos ventanas nubladas, vidriosas, enfocadas hacia un horizonte inexistente. Su expresión recordaba a la de esos cristos que procesionan el Viernes Santo, muertos en la cruz o en brazos de una madre dolorosa.

Supe entonces que, ahora sí que sí, la suerte está echada. Es cuestión de tiempo, creo que de muy poco tiempo. Ahora sí. Su corazón tiene la última palabra, pero en el momento que flaquee lo más mínimo por primera vez en ochenta años, todos cambiaremos el es por el fue cuando nos refiramos a mi padre.

Mis sentimientos se confunden. Estoy cansado, me siento débil, apático y un poco deprimido. Mi padre y yo nunca hemos tenido una buena relación: ni siquiera una relación correcta. Él ha visto en mí a un rival, y sus sentimientos siempre han distado mucho de ser los propios de un padre hacia su hijo. En mis recuerdos ebullen las anécdotas que lo demuestran. Al principio de toda esta odisea, él construyó puentes, tendió manos porque se sentía solo y parecía haber descubierto que su familia era lo único que tenía. Ahora, ya desesperado, ha vuelto a desempolvar la ira, la soberbia que siempre ha vertebrado su relación con nosotros.

Yo estoy agotado, irascible. Ayer, cuando me vio, se mostró totalmente indiferente ante mi presencia. “Empezamos bien”, pensé. Luego, durante la noche, no ha dejado de quejarse por sus dolores –entiendo que deben de ser horribles-, de pedirme que llamase a las enfermeras porque se le soltaba un cable o quería una pastilla, a los celadores para colocarlo de una manera u otra, de preguntar la hora, de pedir agua... Una noche eterna en la que sólo he podido pegar ojo unos 45 minutos. Llegué a desesperarme, y en muchos momentos a contestarle de mala gana. O soy humano, o un cabrón: no hay término medio...

Ahora estoy aletargado por la falta de sueño y por la sensación de parálisis que impregna mi vida. ¿Cuándo voy a coger la semana de vacaciones que me queda? No lo sé. ¿Qué voy a hacer en ella? ¡Puff! ¿Qué va a pasar este año en Nochebuena? Ni idea. ¿Y en Nochevieja? Tampoco lo sé. No puedo hacer planes de ningún tipo, no tengo ganas de casi nada, la capacidad de concentración brilla por su ausencia y la apatía termina por convertirse en la palabra que mejor define mis emociones. Al menos ahora he conseguido vencerla para escribir este texto que, a diferencia de muchos de los anteriores, es meramente descriptivo. Tal vez por eso me he atrevido a crear este post tan neutro: ahora mismo no estoy para buscar la belleza ni para apostar por un léxico elaborado. Sólo sé que necesito dormir y desconectar...

viernes, noviembre 12, 2010

Anoche sentí tus pasos




Así es. Sentí el toc toc de tus talones calcáreos golpeando el gres. El crick prolongado de tus falanges arañando esa misma superficie, de color celeste. Casi pude sentir el frío metálico de tu guadaña cortando el aire por los pasillos, mientras enfermeras y auxiliares deambulaban repartiendo yogures, zumos y pastillas de habitación en habitación. Me incorporé rápidamente, por si venías a llevártelo. Quería clavar mis iris, de color marrón oscuro y llenos de vida y lágrimas rebeldes, en tus cuencas oculares vacías, gélidas... muertas... Pensaba, en definitiva, que ese golpe de tos era su hasta siempre, pues antes de que se apagaran las luces me conciencié de que para él, tal vez, no volviera a salir el sol. No hubiera un mañana.

Me equivoqué. Esta vez al menos mi padre se libró de tu golpe, certero como él solo. Viniste a por ese pobre hombre de la habitación de al lado, y como ocurre en estas ocasiones, todos respiramos tranquilos al saber que habíamos quedado exentos del mazazo: al menos por esta vez. ¿Sabes? Creo que si me hubiera topado de bruces contigo, te habría echado cojones. Sí. Te habría reprochado tu arbitrio, saltándote a la torera los designios biológicos para hacer tu santa voluntad. Hay creyentes que dicen que no, que es la voluntad de Dios... pero tú y yo sabemos que empleas una ruleta para hacernos bailar tu danza a capricho y repartir hostias a diestro y siniestro.

Te temo, no te lo niego. Temo la desaparición, la ausencia total que supone tu llegada, tu crueldad en ocasiones y tu falta de generosidad, siempre, siempre. Pero anoche, cuando creí que ya venías a llevártelo, me incorporé para ver si al menos avisando a los médicos podría arrebatártelo por unos instantes. Gané la partida, aunque sé que el torneo final lo vas a ganar tú. Puede que hoy mismo, o mañana, o la semana que viene. No será mucho más tarde, el cáncer con metástasis en el hígado y no sé dónde más es tu más fiel aliado. Pero desde luego, si te pillo pienso pedirte cuentas, aunque tú arrebatadora suficiencia te eximan de dármelas.

Voy a preguntarte por qué fuiste tan cruel con mi amigo Manuel Barrena, de cuya muerte se cumplía precisamente ayer el vigésimo-segundo aniversario. O qué fue de tantos y tantos familiares, vecinos y conocidos que han caído en tus huesudas garras. Incluso me hubiera atrevido a citarte dentro de muchos, muchos años... Te dejo elegir sitio y fecha, pero con una condición: que sea en un futuro muy muy lejano.

Al final me hiciste un regate. Anoche no quisiste a mi padre, sino a ese pobre hombre. El ataque de tos que sufrió el señor Sosa no fueron tus trompetas del Apocalipsis, sino consecuencia de la presión ejercida por un hígado atrofiado, que no puede más, sobre no sé qué órgano. Soy muy consciente de que volverás, y de que ganarás. Siempre te sales con la tuya. Pero ten la seguridad de que aun resignándome a tu golpe, ni quiero ni puedo dejar de pensar que las sonrisas, los besos, los abrazos y el compromiso con los seres queridos son el mejor antídoto contra tu caprichoso, y siempre certero, modus vivendi. Porque sí, puta: aunque te joda, hasta la Muerte tiene un modo de vida... y el tuyo consiste en matar.

Jodida Muerte... no hay nadie que escape al poder de tus manos...