Mol, life and so on

lunes, junio 28, 2010

Sueños




Hay sueños y sueños. Algunos te elevan hacia un mundo onírico, fantástico, como salido de un cuadro de Giorgio de Chirico; otros prolongan las vivencias del día más allá de la fase REM. Pero todos, todos, desprenden ese halo mágico que impregna lo involuntario, a todo aquello que funciona al margen de nuestra santa voluntad. Hace poco, hablando con un amiguete psicólogo, me enteré de que los sueños cumplen una voluntad muy importante: la de fijar los recuerdos y aclarar las ideas. Tal vez por ello, el mundo onírico tiene para mí una importancia casi reverencial: porque necesito aclarar mis ideas.

Y ayer tuve un sueños de ésos que dan que pensar. Caí frito en la cama, tras casi veinte horas de actividad juerguera ininterrumpida por los fastos del Orgullo y seis cervezas por babor, que se unieron a las siete de la jornada previa y a alguna que otra copa. Ni recuerdo, de hecho, cómo llegué a la cama, aunque fue por mi propio pie: eso es seguro ;-)

De repente, eximido de la borrachera –en mis sueños no hay alcohol-, aparecí con el rostro muy serio en un entorno rural, aunque deteriorado. Era el campo, pero un campo sórdido. Caminando, accedí a la entrada de una especie de complejo industrial donde no había fábricas, ni plantas de hormigón, ni camiones, pero sí grava, arena y charcos de agua sucia que debía sortear para seguir avanzando. Un entorno parecido al sitio donde trabajaba mi padre, cercano al río y lleno de animalitos... pero sucio y contaminado. Un locus amoenus perverso.

Mientras andaba, puede que sin rumbo y desde luego muerto de pena, pasé junto al goldcrest que hay en mi casa seco y reseco, el que tenía que haber tirado hace tiempo, y que por pereza o por no perder la esperanza en su resurrección todavía sigue allí. En mi sueño, el arbolito no estaba en una maceta gris mate, sino sembrado directamente en el suelo. Por debajo le había brotado una ramita verde, y pensé que estaba reviviendo... pero lo miré con cierto hastío, pasé de largo y seguí caminando.

Accedí a un bloque de viviendas, subí las escaleras y llegué a la última planta. Entré en un apartamento grande, bonito, lleno de gente y con unas vistas fabulosas. Allí estaba mi tía Cloti, a la que no veo desde hace años y de la que no sé absolutamente nada. Era ella, pero muy diferente a como yo la recuerdo. Enlutada pero alegre, cocinaba e incluso se atrevió a burrear conmigo, dejándome descolocado. Surgieron más personas, rostros anónimos pero sin duda familiares: todos ultimaban los preparativos para una fiesta. Mi madre también andaba por allí.

Entonces mi tía me pidió que mirase a través de un ventanal enorme, y observé un prodigio increíble: en el espacio que nos separaba del bloque de enfrente había un sinfín de rosales tan altos como el mismo edificio. Las rosas, camino de la luz del sol, eclosionaban justo delante de nuestras propias narices tras ascender veinte, treinta o cuarenta metros para alcanzar ese objetivo. Si miraba hacia abajo, veía troncos rígidos y gruesos entre un marasmo de espinas. Si lo hacía de frente, una borrachera de color, fragancia y belleza. Era maravilloso. Por primera vez, sonreí.

No tenía el alma para fiestas, así que abandoné la estancia para volver al camino pedregoso y sucio que me llevó hacia aquel lugar, y así llegué a una casa donde vivían mi hermana y su familia. Me senté en el porche, flexioné las piernas y apoyé la cabeza sobre las rodillas, como buscando aislamiento, un silencio reparador tras el jaleo que me topé en el apartamento de mi tía.

De repente se abrieron las puertas de la casa y salieron mis dos sobrinos jugando, llenos de alegría e implicándome en sus acciones. Yo me resistía, no estaba para eso. Y pasaron de largo. Fue entonces cuando escuché, gracias al silencio reinante, que los invitados al piso de Cloti estaban cantando una canción: Say a little prayer, de la película ‘La boda de mi mejor amigo’, con Julia Roberts, Dermot Mulroney y Rupert Everett. Por tanto, concluí que estaban celebrando una boda.

Comencé a llorar desconsoladamente, creo que nunca había llorado tanto. Hubiera querido echar a correr para no escuchar la canción y evitar el sufrimiento que me provocaba, pero ya no tenía fuerzas. Estaba cansado y hundido, dejándome hacer.

Mi hermana apareció en el porche con un mortero, también preparando comida. Y al verme en ese estado me soltó con rigidez no exenta de ternura: “Carlos, ¿tú crees que merece la pena tanto sufrimiento? Yo pienso que no”. Y desapareció. Fue entonces cuando desperté, con ganas de gritar y un terrible dolor de cabeza. En cierto modo, todavía me duran...

Escuchando: ‘Human’, de The Killers.