Mol, life and so on

viernes, abril 27, 2012

Capodimonte

Llovía. La mañana se despertó gris y húmeda sin tenerlo previsto. Toni, el chico dominicano que regentaba la recepción, me prestó un paraguas porque, en Nápoles, la lluvia podía ser tan beneficiosa como traicionera: “En Sevilla no ocurre de otro modo”, pensé. Y yo, como siempre, en mangas cortas... Salí a la calle y decidí aplazar un poco la marcha en beneficio de una última excursión: Capodimonte. La tarde anterior me despedí del sol napolitano cerca del Castel dell’Ovo, sentado en un banco pétreo y con los ojos clavados en las salinas aguas del golfo: mozzarella, unos plátanos, un poco de pan de centeno y agua mineral constituían mi menú, tan frugal como exquisito. Barato y, a la vez, único. Como el momento que vivía. Mientras, las olas rompían contra el camino de grandes rocas que conducía a la fortaleza.

Abrí el paraguas y anduve hacia la parada. Eran unos 30 minutos de trayecto, me advirtieron. Subí, validé el billete, tomé asiento y me evadí. Mientras dejaba a ambos lados el Museo Arqueológico Nacional, iglesias barrocas, plazas repletas de palomas y niños o edificios semirruinosos, recordaba con calidez las vivencias que tuve en los meses previos al verano. Duras, pero eran mías: “Lo hice lo mejor que pude y supe, aunque el resultado fuera un desastre”, sentencié. Sobre ruedas, la soledad me cayó como una losa. Pensé que me habría encantado compartir con él aquel instante... aquellas vacaciones. El autobús siguió surcando un mar multicolor de coches viejos y motos serpenteantes. Claxon, vaho y lluvia envolvían todo el habitáculo, favoreciendo la reflexión y el recogimiento por su carácter periódico, mecánico. Paradójico. Como todo en Nápoles. O como casi todo.

Miraba con descaro el muestrario de caras que me acompañaba hasta Capodimonte, y concluí que aquella ciudad era un escenario óptimo para el realismo mágico. El realismo de bruces, unido a la depre meteorológica, me tenían esa mañana un poco alelado. ¿Mágico? Yo no quería ni levitar comiendo chocolate, aunque a veces casi me pasara, ni ver una lluvia incesante de flores amarillas. Puestos a pedir magia, hubiera querido verlo subir al autobús, que me mirara y me sonriese. Que me abrazara. Que me besara. Y seguir juntos el peregrinaje hasta Capodimonte, primero, y hacia la costa amalfitana, después. Bañarnos juntos en las azules aguas azules del Mediterráneo. ¿Magia? No, milagro. Vamos, imposible. Literalmente.

Atravesamos un viaducto. A lo lejos se percibía a un sol que trataba de abrirse hueco entre las nubes. La claridad siempre tiende a la eclosión, y confiaba en que me ocurriese lo mismo. Sonreí. Me sentía frágil, pero brotó la sonrisa. Una esperanza.

De repente, el bus empezó a escalar una cuesta en zigzag interminable, mientras que la vegetación se tornaba abundante y verde. Rodamos tangencialmente por la explanada que rodea a la Basílica dell’Incoronata, un pequeño Vaticano kitsch y hortera, y me bajé en la siguiente parada. Pasé frío: la humedad cálida del transporte urbano contrastaba con el viento frío que rasgaba la colina. Y yo, en mangas cortas... Por analogía, el verano berlinés vino a mi memoria. Caminé, alcancé la verja del palacio, la empujé levemente y accedí a sus jardines, primero, y al edificio, después.

Pensé en Chema, recordé el día que pasamos juntos en Sanssouci. Aquello era ya historia, brasas apagadas, polvo inerte, un recuerdo bonito, precioso, de hacía cuatro años. Ahora, el dorado barroco, las cristaleras y lámparas, el cielo plomizo y los tonos vegetales constituían un escenario óptimo para el paralelismo. Berlín estaba tan lejos y, a la vez, tan cerca...

Continué mis vacaciones, y a la vuelta empezaron a cambiar las cosas. Todo ocurrió muy rápido. Hoy, nueve meses después, miro hacia atrás y percibo las modificaciones que han ocurrido. Ese viaje italiano fue realmente una vía de escape, un pasaporte a la calidez que yo mismo me negué durante algún tiempo, un camino hacia el paradójico valor de hacer en cada momento lo que se quiera, si se puede. Supongo que por eso no es raro que muchos días contemple la excursión a Capodimonte como un fasto singular, como una liberación, donde por unas horas me sentí muy bien siendo simplemente yo: frágil tal vez, reflexivo siempre, ilusionado por aprender y crecer, resiliente como se dice ahora... un ser humano con madera de ser humano.

Pronto volví a Sevilla y ocurrieron cosas, muchas, que me alejaron de mí mismo: del Carlos que subió a Capodimonte en un día de lluvia berlinesa. Sufrí, pasé un calvario, se fue gente que pensé que se quedaría, se alteró mi percepción sobre ciertas cosas... ruido, ruido, más ruido... como en el autobús, pero –esta vez sí- impidiendo la concentración.

Hoy llueve. La mañana primaveral de Sevilla se parece a aquélla del pasado julio en las afueras de Nápoles. O a cualquiera de los muchos días que viví en Berlín. Pero yo no soy el mismo. Hay algo que me saca el alma de sus casillas, que me impide conectar con mis emociones, que torpedea la claridad de ideas. La relajación napolitana se quedó allí, entre el barullo de coches y el jaleo de esas calles sucias, viejas y encantadoras. Sin embargo lo que no cambia, lo que permanece inalterada, es la capacidad para sacarle partido a mis vivencias, y el deseo de escuchar la voz de mi corazoncito, aunque a veces él y yo hablemos en distinto idioma. Contactar siempre es la vía para mejorar.

Acabo de ver en Internet que Capodimonte está de la Isla de la Cartuja a casi 2.550 kilómetros, pero... ¿y si en realidad estuviese aquí mismo y no me hubiese percatado?

miércoles, abril 04, 2012

Belleza asimétrica



He leído hace poco que la singularidad de tu rostro reside en su asimetría. La posición de una ceja no halla reflejo en la otra; con las aletas nasales ocurre lo mismo, y con el resalte de las mejillas... y con las comisuras de tus labios, que generan una boca tan irregular como armónica, por paradójico que esto pueda parecer.

También he leído que si trazamos una línea vertical que divida tu rostro en dos mitades, ningún rasgo, absolutamente ninguno, se vería reflejado en el lado contrario. Ni siquiera el número de lágrimas, dos en uno, tres en otro. De hecho, todos hemos jugado a mirarte ambos perfiles para averiguar si es cierto que por uno sonríes, y por el otro lloras. Esa asimetría dificulta las atribuciones, pues a juicio de los jerifaltes de la historia del arte, ni Juan de Mesa, ni los Roldanes ni Hita del Castillo cometerían errores tan básicos. Y sin embargo, esos mismos próceres de la técnica son los que afirman que el Barroco culmina en tu rostro: en unas facciones donde, pese a imperar la asimetría, se palpa la belleza de lo armónico.

¿Asimetría y armonía son conceptos antagónicos? No en el barrio que lleva tu nombre. Por eso, quien te hizo tuvo que ser un genio, un precursor, capaz de gubiar en tus facciones una cosa y la contraria. Lo que nadie supo hacer hasta entonces. Un juego barroquista, metafórico, capaz de enseñarle al creyente que, por irregulares que puedan ponerse las cosas, siempre habrá un trasfondo armónico de equilibrio, de sosiego. Por eso hay que mantener viva la Esperanza. Siempre.

Tu rostro es el vivo ejemplo de que Dios siempre escribe derecho, y qué derecho, sobre renglones torcidos.

Creo, sinceramente, que no puede haber una asimetría más redonda...

Oración:

Mañana vuelves a impregnarlo todo con tu verde camaronero. La última vez que lo hiciste, pasabas justo por delante de la casa de mimamá, donde he vivido 32 años. Aquello fue un guiño del destino: la Esperanza llamó a nuestra puerta. Ahora, sin embargo, soy yo quien de nuevo sale a tu encuentro. Caminaremos juntos, cerquita el uno del otro, y sé desde ya que este retorno me va a generar lágrimas. Muchas lágrimas. Las cosas, como sabes, han cambiado un poco desde la última vez: no trabajo en el mismo sitio, no estoy con la misma persona, y ya no tengo al padre que ejerció sólo a ratos. Algunas personas se marcharon, o actúan como si no estuvieran, y otras por el contrario no dejan de llegar. Será que la vida, como el agua del río que fluye, no pasa dos veces por el mismo punto.

Cometí errores, por exceso o por defecto. Siento añoranza, en ocasiones de gente que estuvo sin llegar a estar. La soledad es el caldo de mis inseguridades, y me cansa la hiperactividad mental. En eso no han cambiado mucho las cosas a lo largo de este tiempo. Sin embargo, ahora me siento más libre, más seguro, más ligero de equipaje. Y siempre he sido noble y moderadamente bueno. También en mi vida, como en tu rostro, existe asimetría.

No sé si debilidades y virtudes forman parte de una misma moneda, de una realidad con dos prismas, como el mar y la sal, como la huella y la arena, como la pluma y el aire. Estoy dispuesto a averiguarlo yo solo, o a seguir intentándolo. Pero eso sí, que no me falte Esperanza. Confío en que mañana me des una buena dosis para afrontar con una sonrisa todo lo que está por venir: y que espero que sea mucho y bueno... Mañana lo concretamos J