Mol, life and so on

martes, mayo 24, 2011

Both sides now




Llegué a casa cuando las agujas del reloj marcaban las tres de la madrugada. Estaba entero, despabilado, tal vez porque había dormido una siesta casi nocturna de un par de horas y porque sólo había ingerido una cerveza por mor de la Dirección General de Tráfico... y de la responsabilidad personal, obviamente. Los desplazamientos de Sevilla a Gerena siempre son un caldo de cultivo para la reflexión, para la puesta a punto de los engranajes mentales, la clasificación de recuerdos e inquietudes, las sonrisas o las lágrimas, según toque. Sin embargo, nunca había hecho eso: apagar el motor del coche nada más llegar, y quedarme dentro con todo a oscuras, en silencio, acompañado únicamente por la música que brotaba de los altavoces. Un conjunto de interpretaciones cuidadosamente seleccionadas en función de ese momento, de mi estado personal.

Sonó, porque así lo quise, ‘Songbird’, de Eva Cassidy. Después de verte, aunque fuera sólo un ratito, yo también sentí que cuando estoy contigo, todo está bien, y me ilusiona tener el presentimiento de que a tu lado nunca tendría frío. Lo escuché y lo saboreé durante unos instantes. Pero a continuación, ese Carlos más chamuscado, el que ahora no se fía ni de su sombra pese a tener el corazón muy vivo y que se halla inmerso en un periodo de reflexión, saltó con el dedo a otro tema con mucha sustancia: “Both sides now”, de esa gran dama de la canción que es Joni Mitchell.

También yo he visto formas hermosas en las nubes durante algunos años de mi vida, mientras que en otras etapas, ellas simplemente me han quitado el sol, la luz. También yo, en el amor, he sentido un mareo danzante mientras que el cuento de hadas iba tomando forma, mientras que ahora observo la conversión de esos recuerdos en cenizas inertes y apagadas. Ni siquiera quedan brasas ardientes: sólo polvo, tan inútil que de ahí no saldría ni barro al mezclarlo con agua. Y siempre, siempre, esa perenne sensación que describe Mitchell de no saber nada del amor...

Empecé a llorar, y a llorar, y a llorar... porque en esto del amor, he aprendido lecciones a base de hostias, y en ocasiones he tenido a mi servicio al profesorado más cruel, injusto y despreciable que a un ser humano podría tocarle en suerte –más bien en desgracia-. ¿Pero qué me ha llevado a tolerar ciertas cosas? ¿Bondad? ¿Miedo? ¿Cobardía? ¿Ceguera a veces voluntaria, a veces no tanto? En realidad, como dice la gran Joni Mitchell, no sé nada de la vida...

Apoyé la cabeza en el respaldo, y me quedé dormido. Cinco minutos después no estaba en las afueras de Sevilla, sino paseando de noche por una silenciosa ciudad de Trieste. La última vez que estuve allí, no hacía más que pensar en él. En el reencuentro que iba a producirse en mi casa tres días más tarde, pues así lo acordamos cuando estuve en Ljubliana. Por eso la genial señora Mitchell no dejaba de cantar: “It’s love’s ilussions I recall”. Mirando hacia el suelo, me dejé guiar por la brisa, y al llegar a la costa, tras una larga caminata, me descalcé para sentir la frescura de la arena bajo la planta de mis pies.

Anduve y anduve, dejando a un lado los resplandores broncíneos de la Piazza Unità d’Italia, y atrás aquellas falsas ilusiones de amor –ahora lo veo así- que construí en mi cabeza durante mi visita del pasado verano. Me senté en la orilla del Adriático para sentir el abrazo de ese aire marino y fresco, y para observar el hermoso espectáculo de un reflejo lunar sobre las aguas fragmentado por el movimiento en un sinfín de lombrices luminosas: como si fuera la gran cabeza de la Medusa, tan itálica ella. Allí estaba Carlitos, en una ciudad que en otro tiempo fue frontera de ese abismo que representó el Telón de Acero. Ahora, ni había armas, ni cortinas de aleaciones metálicas, ni malos rollos con los eslavos: sólo un reflejo de luna troceado, y la inigualable voz de esta canadiense universal recordándome al oído que, ahora sí que sí, “I’ve looked at love from both sides now”. Y que eso escuece lo más grande...

¿Estar en Trieste, por su pasado fronterizo entre dos concepciones de la vida y de la organización político-social, era un modo onírico de situarse al borde del abismo? Es curioso que el nombre de esta urbe se parezca tanto a la palabra Triste...

Un ladrido de mi perro Horacio me devolvió de repente al pequeño habitáculo metálico que me envolvía, y la música seguía sonando. Decidí que ya había sido suficiente, que tocaba descansar y callar al perro. Que tanta reflexión y tanta contrariedad resultaban agotadoras. Que poco a poco, poco a poco... Que no hay que perder la cabeza ni la mesura por nadie, sin que al menos antes te hayan dado pie para la entrega casi incondicional... y aun así... Que las heridas del corazón cicatrizan con el tiempo, y que por mucho que uno pueda pensar que a veces las separaciones son un premio más gordo que el Gordo de la Primitiva –por aquello del “uff, de la que me he librado”-, siempre queda un rastro. Sutil a veces, pero siempre rastro. Y una necesidad de extraer conclusiones y enseñanzas: la primera, que no conviene embarcarse en una travesía cuando aún se tiene medio pie en el barco anterior... pese a que siempre nos puedan asaltar ciertas dudas al respecto.

Salí del coche envuelto por el silencio de la noche gerenense. Hacía calor, pero ésa era la realidad, mi realidad, siempre más placentera y más constructiva que el mundo onírico, os autorreproches, el “cómo he podido estar tan ciego” y en definitiva los “icecream castles in the air”, que citaba Mitchell en su gran canción. Mejor agarrarse a lo que tenemos, a lo que nos hemos currado, que a lo accidentes del pasado: especialmente cuando éstos tienen que ver con algo tan etéreo e intangible como el amor, y menos cuando ya no hay soluciones, sino páginas marcadas, subrayadas y bien pasadas del libro de la vida. Todo lo más, algunas enseñanzas. Así que Horacio, porfa, sigue ladrando :)

lunes, mayo 16, 2011

Polaris




“Y si alguna vez os perdéis en medio del campo, recordad que esa estrella, Polaris –dijo, señalándola con el dedo- marca siempre el norte”. Rodeados de helechos gigantes, y con las luces de Gibraltar en el horizonte, el sargento primero Madrid nos daba trucos de primerizo para sobrevivir en la naturaleza. Sin embargo, mientras la tropa escuchaba atenta, Carlitos miraba en vertical hacia el cielo... y lloraba. Pensaba. Percibía la belleza en forma de estrellas, muy muy brillantes, como si fueran manzanas luminosas que giraban alrededor de nuestras cabezas, mimetizadas con gorras negra, verde y marrón. Arriba, un reguero de diamantes fosforescentes; delante, la costa peninsular plagada de motas eléctricas doradas y plateadas.

Cuando la oscuridad más absoluta nos envuelve en un contexto natural, tendemos a la reflexión. Incluso a la filosofía de baratija. Al menos, yo lo hago. Aquel día de 1997, a dos kilómetros de la frontera con Marruecos, lloraba porque me percibí diminuto y solo. Porque recordaba a mi madre, también sola a su manera, y a una hermana a la que adoro que sobrellevaba con más voluntad que acierto la maternidad recién estrenada, y además los rigores de un segundo embarazo. Y yo con los estudios universitarios concluidos, tres duros en Argentaria... y unas perspectivas poco definidas. ¿Qué iba a ser de mí cuando las luces de Sevilla me impidieran ver los brillos nocturnos en el cielo, unos meses después? Trabajo no había, esperanzas casi tampoco... Y todo aquello se lo confesaba un servidor a Polaris y a sus homólogas mientras el sargento nos recordaba que el musgo siempre crece, también, hacia el norte marcado por esa gran estrella...

Hace algunas jornadas, mi reciente afición a la juerga en demasía fue causa de que mis perros salieran de paseo más tarde de lo habitual. A esa hora las calles simplemente yacían, y el silencio gerenense lo envolvió todo. Polaris asomó de nuevo: eso sí, apocada esta vez por una luna de pastores que todo lo pudo. Un duelo de luz difusa amarillenta, tenue, generada por la gran lámpara lunar, y de rutilantes puntitos blanquecinos, plateados, que salpimentaban todo el celeste. Como en Ceuta, aquel día, pero esta vez también con luna llena. Luna de pastores.

Paradójicamente clavé los ojos en el suelo, húmedo por mor de las recientes lluvias, y me adentré en un entorno oscuro de encinas y lirios silvestres mientras pensaba quién soy... y de dónde vengo. ¿De dónde vengo? De un vertedero en el que nunca debí haber estado. ¿Quién soy? Inevitablemente se me vinieron a la cabeza ciertas percepciones que tengo de mí mismo: la conciencia de ser el español que desafina en el coro de Babel, como dice Sabina; o un cosmopolita en Gerena y un pueblerino en Manhattan, y viceversa; o más sencillo aún, la mota en la leche, y la gota de leche en la leche; o de ser el padre fundador del Síndrome de Asperger y el mejor relaciones públicas de mi vida y de la tuya. De ser, en definitiva, tan contradictorio como maquinal. Tan jodidamente humano...

Un tanto frágil, un tanto confuso. En esas estaba...

Ayer me topé contigo, y vi que me hablabas con franqueza, que nos reconocíamos en el otro, y que no te importaba que tus piernas y las mías se rozaran bajo la mesa del bar. Y que te apetecía pasear conmigo, y a mí contigo. Y que ambos quisimos parar el reloj, aunque no pudiéramos, pero sí lo estiramos. Y descubrí que, por unos instantes, las crisálidas eclosionaban en mi tripa y las alitas neonatas acariciaban su cara interna... pese a que yo las creía digeridas y expulsadas. Y me repetía “Noo, nooo, nooo...”, pero no pude evitar las cosquillas, aunque las quise catalogar de molestias gástricas. Y me atreví a tocarte, con el reparo que merecían las circunstancias: y me percaté de tu algodonada suavidad... y de que no te importaba. Y sin pensar te eché el brazo por encima, y acerqué tu cabeza a la mía. Y reí. Y sonreí. Mucho. Y me contuve, y me contengo. Mucho también. Casi tanto como me gustaste, y como creo que te gusto. Pero tiempo al tiempo: me repito y te repito, tiempo al tiempo...

¿Qué soy? Una mezcla de todo eso y mucho más. Aunque hoy, sobre todo, soy un tipo ilusionado...