Mol, life and so on

lunes, febrero 13, 2017

Taté. In memoriam (1959-2017)



Nací, bien lo recordarás, en esos tiempos en que nuestra hermana y yo nos turnábamos cada otoño para celebrar el cumpleaños con una tarta de Confitería Burgos. Si en septiembre tocaba pastel de mantequilla y tocino de cielo, para octubre habría bizcocho casero hecho a base de huevos, harina, cariño, pobreza y voluntad; y viceversa al año siguiente. Eran los tiempos de Sor Encarnación, del baby azul a rayas, de ‘La saga de los Porretas’ que escuchaba mamá en la cocina, de los trayectos hacia el cole sin pisar una sola raya del suelo o de las vienas blanditas de La Espiga Dorada. También de aquellos roscos rellenos de crema y envueltos en papel celo que traía a casa un panadero calvito y simpático; o de las cajas enormes de galletas insípidas y muy gruesas que tomábamos migadas en Colacao; o de esas latas, también enormes, de mantequilla Maximino Arias Tascón, que tanto me gustaba. Si había yogures, siempre me pedía el de naranja (¿recuerdas que entonces existían?) y te dejaba a ti los de pedacitos, que te encantaban. Y ambos contentos.

Éramos un equipo; incluso compartimos habitación durante un tiempo. Yo iba al cole de párvulos con mamá o con la tatita Conchi, y tú, que entonces no eras Juan José, sino Taté, me traías de vuelta a lomos de esa BH roja que te llevaba al trabajo. “Ten cuidado”, me decías. “Separa bien los pies de las ruedas, no vayas a meter el zapato entre los radios y te los destroces”. No sé qué me imaginaba, aunque supongo que terminar hecho trizas en medio de la calle Parras sería para mí la peor de las pesadillas. Recuerdo perfectamente esa sensación de volar agarrado con fuerza a tu cinturón, y sientiendo el viento en mi cara, sonrosadita y tersa por aquel entonces.

¿Sabes? Nunca te lo he dicho, pero para mí eras casi un héroe: fuerte, muy cariñoso, generoso, protector... Ni eras tan guapo o buen dibujante como Ángel Luis, ni me hacías tantos regalos por Navidad como Francisco (que para mí era Tutú); sin embargo, tú eras especial. Como papá nunca estaba, hacías las veces de padre y de hermano mayor. Ahora bien: cuando volvía, o cuando él quería ocupar su trono, dabas un paso atrás y se imponía la lógica jerárquica, que no afectiva.

Recuerdo cuando él me llevaba a verte al hotel y te observábamos trabajando de pinche a través de esa ventana que daba a la calle Cristo del Calvario; sobre todo, tengo muy presente aquel día que me extrajeron un diente mal situado y fui a enseñarte la boca a través de esa reja, lleno de orgullo por volver a tener cara de niño normal. Si papá o mamá me llevaban al centro, la visita a 'tu ventana' era para mí el momento predilecto. ¡Qué suerte tenía aquel hotel de contar con mi Taté!, supongo que pensaría aquel niño cabezón, de cara muy blanca y abundante pelo rizado que Servidor era a finales de los 70 y principios de los 80.

Guardo cientos, miles de recuerdos asociados a ti durante mi infancia: el viaje a Cáceres para asistir a tu jura de bandera, las cajas de madera forradas en terciopelo que me traías del hotel para que ordenase mis cosas, las vitolas de los puros que miraba una y otra vez –origen, supongo, de mi afición coleccionista-, la gracia que me hacía que empleases el verbo ligar como sinónimo de coger –Servidor ya era repelente con el uso de la lengua desde su más tierna infancia-, y un largo etcétera.

Sin embargo, los más vivos que atesoro van relacionados con tu fuerza casi prodigiosa. Nunca olvidaré cuando te veía bajar las escaleras a toda velocidad portando la bici a hombros, y yo –que aspiraba a ser como tú- imitaba posturas y movimientos con la mochila Perona del cole. No era lo mismo, claro: pero entrenaba para lograrlo algún día, de mayor, pues también yo iba a ser fuerte como mi Taté. Cuando tocaba ir a ‘Villa Pulga’ con papá, todo era más divertido si tú también venías: así currabas y yo, en lugar de pasar llaves y piezas varias, jugaba con los perros, las gallinas o el cochino. Y créeme si te digo que todavía no puedo entender cómo levantabas las ruedas del camión con sólo una mano: ni tampoco que aquel día que sacrificamos al cerdito (menudo sofocón me pillé) subieras sus jamones, solomillos y demás hasta un cuarto piso, sin ayuda de nadie y de una sola tacada. Con razón papá te llamaba ‘el mulo’. Esa fuerza, para mí, era además garantía de seguridad: sobre todo cuando los más grandotes del barrio sabían que tocarle un pelo ‘al Sosita’ podría implicar vérselas con el bicho del hermano. Y eso era un riesgo tan letal como innecesario...

El tiempo pasó: y no voy a negarlo, ocurrieron cosas. Cosas que nos separaron. Un poco al principio, algo más después. Sin embargo, cuando hace unas semanas nos vimos después de un tiempo, ambos supimos que nada había sucedido.

Lo vi en tus ojos, y tú en los míos. Porque el puto cáncer destrozó tu colon, tu hígado y tu estómago, pero no tuvo cojones de tocar ni un gramo de tu mirada, que era muy similar a la mía, o a la de nuestra hermana, pues los tres heredamos esos ojos tiernos y profundos de la tita Amelia.

Lo vi en esa mirada tuya donde, al asomarme, volví a descubrirme vestido con el baby, migando galletas insípidas, jugando con las gallinas y a lomos de tu bicicleta.

Esa mirada, ya triste y resignada, ausente pero llena de paz, que me recordó a la del Cristo de la Sentencia, no sé muy bien por qué. Tal vez porque el cáncer, como el Sanedrín, había dictado la suya propia, y decidió condenarte, igual que le ocurrió al Hijo de la Esperanza Macarena: y todos lloramos y lloramos, como llora Ella cada Viernes Santo por no poder remediar lo irremediable, o como lloró Jesús ante la tumba de Lázaro por la muerte de un buen amigo: sin embargo el pasado lunes, como aquel día en el Gólgota, el más digno entre los hombres volvió a repetir, adaptadas a tu nombre, aquellas palabras que dirigió en la cruz al bueno de Dimas: “Te aseguro, Juan José, que esta noche estarás conmigo en el Paraíso”.

Y así ocurrió en torno a las 19:30h, justo al anochecer. Él cumplió Su promesa, y el cielo no pudo esperar. Alea iacta erat. Cuando lo supe, recordé inmediatamente el mayor favor que me hiciste en vida: plantarte una madrugada de Jueves Santo a buscarme sin rumbo en Algeciras, en medio de un temporal, porque sabías que el retraso del barco por mor del mal tiempo me había dejado tirado en el puerto. Como entonces no había ni móviles ni GPS ni por supuesto Internet, llamé a mamá desde una cabina para decirle que me había metido en un bar a esperar a que amaneciera, y que trataría de volver a casa en el primer autobús, que partiría diez o doce horas después: al ser festivo, redujeron las frecuencias.

Sin embargo no tuve que aguardar tanto: a las tres horas, más o menos, te vi bajar sonriente de tu Opel Kadett y nos fundimos en un abrazo. Yo ya no era un niño, sino un veinteañero que cumplía con eso que entonces denominaban ‘servicio a la Patria’, pero me volví a sentir salvado por ti, igual que cuando era ‘el Sosita’ y me puteaban los grandotes. Nunca llegué a saber cómo habías dado conmigo: imagino que fuiste de bar en bar por los alrededores del puerto buscando a tu hermano, que sin pretenderlo estaba rodeado de putas, noctámbulos, bebedores y gentes de buen vivir. Lo que sí supe fue que mamá te había llamado para interceder por mí, y tú diligentemente accediste a su petición, sin poner el más mínimo pero.

No te pude devolver el favor... hasta el lunes. Cuando supe que dejaste ya tu casa sosegada para salir en busca del Amado, como San Juan de la Cruz en su poema, yo también rogué a una Madre que intercediera por ti ante su Hijo, y pedí con todas mis fuerzas que Él acogiese esa intercesión tan de buen grado como tú lo hiciste con la de mamá aquel lejano día de 1997. Para que también tú, como yo en Algeciras, te pudieras sentir salvado. Era lo justo, ¿no crees? Y estoy seguro de que así habrá sido: de que el lunes Él te dio la bienvenida con un fuerte abrazo, como el que nos dimos tú y yo en aquel puerto. Y sé que ahora, libre de cargas, estarás con papá y con el tito Pepe hablando de lo que más os gustaba a los tres: los camiones.

Te quiero, Juan José. Más de lo que imaginas. Más, incluso, de lo que yo mismo he sabido hasta ayer.

Descansa en paz cobijado en el Señor.