Mol, life and so on

miércoles, abril 27, 2011

Sólo ella...




En aquellas vacaciones, Adrián tuvo dos grandes aciertos: uno fue su propuesta de dedicar al menos un par de días a Bayeux, la ciudad del famoso tapiz cuya existencia yo ignoraba; la otra, acercarnos desde Dijon hasta Beaune para visitar en esta pequeña urbe su afamado Hotel-Dieu, joya del gótico civil francés. La visita mereció la pena. Muchísimo. Es de esos sitios impregnados con una energía especial, que combinan el arte y lo social, la historia y los valores humanos: un lugar que te ancla amablemente al optimismo y al compromiso. A las ganas de vivir, en definitiva.

Sin embargo, lo que verdaderamente me cautivó fue una de sus habitaciones. Por todas partes figuraba la palabra “Seulle” escrita en caracteres también góticos. Seulle, Seulle, Seulle... Suelos, azulejería, paredes… Seulle, Seulle…Miré los paneles explicativos, y la razón de tal leyenda llegó a sobrecogerme. Resulta que su co-fundador, el afamado canciller Nicolás Rolin –inmortalizado junto a la Virgen por Van Eyck en uno de esos cuadros que por sí solos justifican una visita al Louvre-, adoraba a su última esposa, la adinerada Guigone de Salins. Por decirlo amablemente, parece ser que él le jugó a ella alguna que otra putadilla, pese al supuesto amor que le profesaba, y fruto del arrepentimiento fue ese “Sólo ella” que lo terminó impregnando todo.

Personalmente me pareció una sublime penitencia. Algo precioso, muy romántico, digno de un alma enorme. Pero los años han pasado, y el Carlitos de 2002 no tenía las experiencias acumuladas en 2011, y por tanto mi visión de las cuestiones del amor en aquella época era bastante más teórica, pomposa y literaria que práctica. Ahora, casi dos lustros después, las cosas han cambiado. Yo no anhelo la perduración a través del arte, y menos si para ello debo sufrir los rigores de la indiferencia afectiva y el mal pago. Creo más en la bondad del día a día, en el interés y el detalle constantes, que en el boato litúrgico puntual. Sé, por mi experiencia, que cada esfuerzo no recibe su mérito, y supongo que la señora de Salins también viviría frustraciones, apatías y desconfianzas generadas por un amor que nunca fue: porque a mi juicio, y Seulles aparte, nunca te ha amado quien te las gasta putas.

De todas maneras, la historia puso en su sitio al afamado canciller. Mucha marca reproducida hasta la neurosis, pero no porque tuviese el alma de Lancelot, sino porque su sinvergonzonería le llevó, ya de viejo, a la autocrítica: así te lo explican en la visita, y es muy fácil sentir, bajo esas bóvedas gabachas del Cuatrocientos, que matar moscas a cañonazos es la táctica del arrepentido, del frustrado, del que no hizo las cosas ni con un ápice de humanidad o de vergüenza... tampoco en el amor. Puede que si monsieur Rolin hubiese vivido en los umbrales de este siglo y habitara un barrio humilde sevillano, su opción se ciñera a enviar una carta a ‘Lo que necesitas es amor’: “Guigone, perdóname, sé que no te merezco y quiero pedirte perdón delante de toda España”. Mejor sería actuar con cabeza, dejarse de numeritos y plantearse que a ciertas edades, en lugar de golfos, mejor ser personas.

No sabemos, por el contrario, cómo vivió todo esto madame de Salins. A ella, la historia le ha reservado el lateral de una tabla flamenca de Van der Weyden, en actitud orante, luciendo tocado y traje oscuro... así como el eterno descanso en el Hotel-Dieu que ella también fundó. Sin embargo, desconocemos cómo vivió la protagonista del lema Seulle su peculiar relación amorosa con el canciller. Me hubiera gustado preguntarle, compartir experiencias con ella... interesarme por cómo vivió la indiferencia continua de un marido interesado que al final quiso enmendar lo irremediable. Probablemente suspiraría: por desgana, arrepentimiento o, simplemente, para expulsar el aroma putrefacto del mal amor, que nunca es amor, sino pantomima; por pensar, tal vez, que el compromiso mantenido con su esposo bien hubiera merecido un buen pago más cotidiano y menos estético; por resignarse, quizá, ante la evidencia de que no haberse plantado en su momento ante los desplantes del canciller fue un gran error que terminó pagando, aun creyendo que las personas pueden cambiar... pero si Rolin nació lechón, terminó muriendo cochino. No hay más tu tía. Y ella, tal vez, pensara que en el mundo real, como en los cuentos de hadas, las ranas se convierten en príncipes al besarlas... pero no: se escurren entre las manos y terminan saltando al lago, croac, croac.

El ejemplo de Guigone de Salins me demuestra sobre todo un par de cosas: que si el amor no es correspondido es porque no existe, arrepentimientos venideros al margen, y entonces mejor que sea otr@ quien ayude a fundar el Hotel-Dieu; que algunos esfuerzos no merecen la pena, ni algunas personas tampoco; y que el desvarío artístico no enmienda lo inenmendable. Al final el daño ya estaba hecho, y si Guigone siguió al lado de su esposo fue por cobardía, apatía o condición vetero-femenina, no porque éste lo mereciera o porque se hubiera sacado de la manga un lema reproducido hasta el hartazgo, como si fueran esporas. Así es la vida. En la comedia del mal amor hay lecciones que no se deben olvidar, y ahí está el Hotel-Dieu para recordárnoslas.