Mol, life and so on

martes, diciembre 28, 2010

Patitas de alambre




De pequeño, cuando teníamos en el cole esa asignatura maravillosa de nombre impronunciable (Pretecnología), las manitas de éste que os escribe tuvieron tres grandes mantras. El primero de ellos fue el cuadrito del cisne de escayola: muy sencillo, cuajaba en media hora y sólo necesitaba un poquitín de pintura en el pico y en el ojo. Ni recuerdo cuántos hice. El segundo, el Papá Noel gigante realizado mediante la colocación de láminas de cartulina roja alrededor de un tambor de detergente Colón, con sus correspondientes barbas algodonadas. Y el tercero, que es el que nos ocupa, el pollito confeccionado con una simple esponja amarilla ovalada, dos ojitos adhesivos, un piquín de cartulina y dos patitas de alambre. Me encantaba hacer figuritas así.

Recuerdo que allá por 1987, el Departamento de Ciencias Naturales del instituto al que acababa de llegar organizó una visita al entonces Coto de Doñana (desconozco si ya era parque natural, nacional y Patrimonio de la Humanidad). Fue una pasada. Ahora mismo revivo, como si fuese ayer, la llegada al centro de interpretación con mi amigo Manuel Barrena, que murió trágicamente al año siguiente. Visualizo los animales disecados que había en su interior, las postales que adquirí (todavía las tengo, creo) y la belleza que rodeaba todo el paraje. Recuerdo que Fátima, la profe de Biología, conocía todas las plantas del mundo mundiá... y sobre todo, soy consciente de que fue aquélla la primera vez que lo vi.

Aquello ocurrió al poco tiempo de iniciar nuestro recorrido por las dunas a bordo de un microbús todoterreno. Lo descubrí entre ramajos, me acerqué al profesor ése tan enrollado que se vino con nosotros y le pregunté qué tipo de pájaro era: “Un petirrojo, Carlos”, me respondió. Pequeñito, algodonado como las barbas de mis Papás Noel, rechoncho, con expresiva carilla de bueno y, sobre todo, con unas patitas finas y alargadas que me recordaban a las de alambre elaboradas por un servidor para la piara de pollitos que hice a lo largo de aquellos años infantiles. Aquel animalito tan lindo me sorprendió más que jabalís, corzos y flamencos. Desde entonces, no lo he olvidado.

Transcurrió casi un lustro, y Craso vino conmigo a la sede de una conocida emisora de radio para ver si era cierto que los estudiantes de Periodismo podíamos emitir un programita de cinco minutos sobre la base de una historia de ficción. Tan jovencitos, y ya queriendo hacer currículo... Nos recibió un periodista, que amablemente empezó a soltar una retahíla (supongo que ya la habría contado a decenas de aprendices de locutores) y nos dio un ejemplo del guión que deberíamos seguir. Y éste se llamaba, ni más ni menos, que “El petirrojo”. En aquel momento se agolparon en mi cabeza muchos recuerdos de mi etapa preadolescente: y entre todos, brillaba con luz propia aquel animalito que descubrí en Doñana.

Desde entonces, mis encuentros con el petirrojo han sido tan escasos como periódicos. La última vez que me topé con él fue, precisamente, en mi adorada ciudad de Santiago de Compostela. Allí, sobre la fachada catedralicia de la Plaza del Obradoiro, uno de esos animalillos se posó en vertical sobre uno de sus miles de salientes dieciochescos. Estuvo muy cerca de mí, y lo que más me llamó la atención fue, precisamente, la desproporcionada longitud de sus patitas: de sus patitas de alambre.

Mi padre ha muerto. El 7 de diciembre, su deteriorado organismo no aguantó más, y dijo adiós. Ese progenitor, que en mi primera infancia era un ídolo y a partir de los diez se transformó en villano, ya forma parte de mi historia. Como el petirrojo, en otro sentido. Puede que no sea casualidad que la próxima semana vaya a tatuarme el dibujo de una de estas avecillas sobre el tobillo, pues representa todo lo bueno que hubo en mi infancia, y que fueron muchas cosas. Y es, al mismo tiempo, un símbolo de lo positivo gestado en aquellos años de intenso aprendizaje que aún permanece en mí. Ambos, mi padre y el petirrojo, forman parte de mis años mozos: uno vive en el presente, el otro ya no. Uno es netamente positivo, el otro dejó de serlo hace demasiado tiempo. Sin embargo, la muerte ha hecho que perciba su figura con cierta simpatía, que perdure en mi memoria lo bueno que vi en él, y se difumine lo malo. Y en este sentido, mi padre se está acercando poco a poco al petirrojo.

Por eso mi tatuaje será, en cierto modo, una manera de sintetizar en imágenes mis recuerdos y mi aprendizaje, dinámico y vivo; la ternura y la belleza, siempre ahí presentes; el interés por aprender que aún sigue brotando (como aquel día en Doñana) y el deseo de crecer: y creo que la muerte de mi padre me está dando un empujón en este sentido. Va a ser, en definitiva, un icono de un pasado que se materializa en el presente, y siempre con el propósito de afrontar con ilusión el futuro: un futuro que empezará en apenas unas horas con la llegada de un nuevo año que, para compensar los desmanes de 2010, tendrá que ser excelente. Seguro que mi petirrojo dérmico me trae suerte... :-)