33 cumpleaños y una enseñanza

Mañana, una nueva castaña volverá a caer, como cada 24 de octubre, en mi carné de identidad. Ya van 33. Cuando suene el despertador, Carlitos Sublime se levantará pensando que los cumpleaños pasan volando, que cada vez llega antes el aniversario de mi nacimiento, y que, por fortuna, sigo recibiendo las mismas llamadas, correos electrónicos y mensajes al móvil desde hace una eternidad.
A mí, los cumpleaños me dan que pensar. Antes, cuando era un adolescente, constituían una buen excusa para recibir regalos, dinero, felicitaciones... para sentirse protagonista por un día y, sobre todo, adquirir una buena cantidad de bienes materiales. Ahora, que empiezo a ser mayor, llevo unos años pensando que todo eso está muy bien, que se agradecen enormemente los regalitos (en ocasiones, además, muy prácticos), pero que existen cosas más importantes que todo eso.
¿Sabéis? Dicen que trae mala suerte celebrar los cumpleaños con antelación. Yo, sin embargo, he decidido echarle un pulso al asunto y convoqué a mis amigos para comer todos juntos el pasado sábado. La cita, en mi nueva casa, donde organicé este sarao por primera vez. Estaban casi todos: el núcleo duro e incondicional de mis amigos de toda la vida (no sé qué haría sin vosotros), mi madre, Chema, sus hermanos y parejas, Marga, Maite, Alfonso, Adrián, José David, Isidoro... Fue una gran alegría. Este año, especialmente, necesitaba sentir el calor de mi gente, de aquéllos que me quieren y a los que quiero.
Estaba feliz. Empecé el día con estrés, porque me agobio mucho con los preparativos para tanta gente, pero al final todo salió bien gracias a la ayuda de mi madre, de mi novio y de los amigos que iban llegando. Hubo un sinfín de besos, de abrazos, de confidencias, de... Llegó el momento que más temía: pedir el deseo frente a las velas sin empezar a llorar. Porque este año, el segundo mejor regalo que podía recibir llegó unos días antes en forma de contrato para el hombre que más quiero. No esperaba nada mejor. Por eso, cuando formulé interiormente mi deseo (ya tenía el segundo... ahora iba a por el primero), los ojos se me llenaron de lágrimas. Soplé y el estallido me hizo llorar como un niño. Todos mis amigos pensaban que el llanto procedía de la emoción por los cánticos al uso. Yo, que conozco mi interior, sabía que eso influía, pero que la procesión iba por dentro.
Y anoche, apenas 24 horas después, volví a sentir una emoción fuerte. Tenía que trabajar, y no hice nada. Pero a cambio, di abrazos, recibí besos, hubo caricias, miradas... y una sorpresa. Mientras estaba en una habitación, consultando internet, Chema me llamó y... ¡tachán! El salón estaba a oscuras, lleno de velitas que iluminaban la estancia con una luz tenue, íntima, tímida, oscilante. Tal vez como mi propio estado de ánimo en estos momentos. "¡Feliz cumpleaños!", me dijo. Y nos abrazamos. Qué gran regalo. Qué gran fin de semana, de encuentro contínuo y constante con el amor en todas sus facetas.
Cada vez estoy más convencido de que la felicidad, la auténtica felicidad, radica en las vivencias con tu pareja, con tus amigos, con la gente a la que amas. En ser, mucho más que en tener, sin que esto carezca de importancia. Creo que, conforme uno va creciendo, valora mucho más aquella afirmación del Principito: "Lo esencial es invisible a los ojos". Qué verdad más grande. Y lo esencial, como la vida misma, es una sucesión de vivencias dispersas que nos hacen sentir y sonreír; y que luego se concatenan en nuestra mente para constituir eso que la gente llama felicidad. Pues ¡camarero!, para mí, de eso, tres platos...