Desde las entrañas

Señor párroco (era una boda civil, pero había confianza con el concejal, jeje), familiares de los novios, amigas y amigos:
Hace un par de semanas, mientras las cotas de estrés en servidor sobrepasaban lo inimaginable, recibí una llamada telefónica. Era Ito, portando un mensaje muy claro: “Illo, ¿tú sabes que lees en mi boda?”. Se me vino el mundo encima. “¿Y qué leo?”, pregunté. “Ah, no sé. Tú verás”. Estaba hasta arriba de trabajo... y encima, esto. Si lo hubiera pillado, mi Paqui hubiera sido viuda antes que esposa, porque... menudo marrón. Además, puestos a actuar en público, prefiero bailar o cantar, pero eso de hablar... ¿qué digo? O peor aún: ¿qué se espera que diga?
Supongo que los novios estarían encantados si yo hiciera de rapsoda del amor. Si loara las virtudes de quienes, como ellos, llevan toda la vida juntos, cogiditos de la mano y babeando mientras suena de fondo... Moon River, por ejemplo. Sin embargo, eso me parece aburrido. También poco original. Y además, me pondría en evidencia, porque desde Garcilaso hasta Neruda, hay por lo menos cinco o seis literatos capaces de echarme el lazo y dejarme en evidencia. Así que seré más mundano.
Y como quien les habla es, por otra parte, el amigo más antiguo (que no viejo) que conserva la novia, creo que mejor les cuento la historia de mi vida: que es, desde luego, la historia de nuestras vidas. De los dos contrayentes... y de la mía, claro.
Empezaré como Sofía Petrilo en Las Chicas de Oro:
Sevilla, septiembre de 1979. Una cabeza pegada a un niño, de nombre Carlitos, llega al cole del barrio para empezar la EGB. Tenía cinco años, pantalón corto y una camisetita, mientras en la maleta del Oso Yogui llevaba todo lo necesario para solventar con éxito su primer día de clase. ¿Todo? No, porque ahí no cabían la abuela, ni mamá, ni la tata, ni sor Encarnación ni las demás monjas de preescolar.
Así que Carlitos se dio cuenta del gran vacío y, como loco, empezó a llorar. “Yo me quiero ir con las monjas”, repetía, mientras la señorita Reyes, con más paciencia que una santa, trataba de calmarlo. De repente, se le acercó una niña con mucho carácter, que controlaba la situación. Y le dijo: “Tú no te preocupes, chiquillo, que la señorita es muy buena, y ya verás que lo vamos a pasar muy bien”. Carlitos dejó de llorar y se pegó a esta cría como una lapa, pensando que a su lado no podría sucederle nada malo.
¿Lo han adivinado? Sí señor, esa niña era mi Paqui. Ahora mide tres o cuatro centímetros más que entonces, pero tiene el mismo carácter, se preocupa tanto como entonces por los demás... y yo sigo pegado a ella, 28 años después.
En aquellos años de la infancia, Paqui era para mí la sonrisa más bonita y la carcajada más escandalosa; era la solidaridad personificada (¿recuerdas que yo te apodé “la defensora del pueblo”?); era la que mejor dibujaba, la que tenía más ropa deportiva, la íntima amiga de mi admirada Mari Ángeles Z., la que mejor bailaba, la única capaz de apoyar la palma de la mano sobre el suelo sin doblar las rodillas, la que más admiraba a la Madonna de los primeros años...
Pero también la que más problemas tenía con el inglés, que nunca fue su fuerte. Recuerdo que todos esperábamos con cierta maldad a que llegara su turno para leer en clase. Ella, con cierto nerviosismo, ponía una boca extrañísima, adelantaba los dientes de arriba, retraía los de abajo, gesticulaba en exceso (Grass is green) y demostraba que le sobraban méritos para ser ya entonces la predecesora de Chiquito de la Calzada. Mientras, el resto de la clase carcajeaba por lo bajini, procurando no llamar la atención de don Manuel, que nunca estaba para demasiadas bromas.
Podría llevarme hasta mañana enumerando mis recuerdos infantiles junto a Paqui: como el día en que su madre, la señora Pepa, me compró una cuña enorme; o cuando pintábamos juntos con la señorita Felisa; o cuando hicimos nuestra primera obra de teatro, “El lago y la corza”. Ella hacía de corza, y yo de hilandero con mi amiga Mari Carmen M.R. Con el tiempo descubrí cómo se gana la vida un hilandero: cosiendo pa la calle. Qué paradójica es esta vida....
Pero el día que nunca olvidaré fue cuando en quinto le hice una jugarreta a mi compañera de banca, y la profesora le encasquetó un castigo ejemplar: copiar mil veces algo así como “no volveré a molestar a mi compañero”. Todo el mundo sabía que yo era el culpable... menos la señorita, claro.
Así que al finalizar la clase, Paqui me pilló por bandas y me dijo: “Ssshhh, tú, esta tarde a las 5 te quiero ver en mi casa: vamos a ponernos a escribir parte de su castigo. Tú, porque has tenido la culpa, y yo porque quiero echar una mano”. Cualquiera decía que no. Pero cuál fue mi sorpresa al llegar y ver que había convocado a varios compañeros más: “Tú haces de la 100 a la 200, yo de la 201 a la 300, tú de la...”. Y así demostró unan vez más que, a veces, los ángeles eligen barrios de gente humilde para vivir.
También fuimos juntos al instituto, estudiábamos los minerales con unas muestras que ella había comprado, salíamos de vez en cuando... y, a los 16 años, irrumpió en nuestras vidas Ito. A mí, al principio, me parecía un capullo. No se preocupen, él lo sabe. Era el típico guay, sobradito de la vida, flipao de la música rara y siempre, siempre, llevaba unas medias botas Converse que le daban un aspecto poco aseado.
El primer año, no nos llevamos bien. Al segundo algo mejor, y la cosa se fue corrigiendo progresivamente, día tras día, hasta que se convirtió para mí no en un compañero de clase, y ni siquiera en el novio de mi Paqui, sino en un amigo indispensable de ésos que algunos tenemos la fortuna de encontrarnos a lo largo de nuestras vidas.
Ito es un tipo singular: es como su perro Paco, que ni tulle ni mulle, ni siente ni padece. Pero lo cierto es que Ito es de las dos o tres personas que hay en mi vida, aparte de la Esperanza Macarena, de las que no puedo decir nada improcedente. Para mí él, como Andrés, es un hermano de toda la vida, que te apoya, que se interesa por ti, que hace que te sientas en su casa como en la tuya y que permanece a tu lado si sabe que te da la pájara otoñal o que, sencillamente, te sientes solo. No hay mucha gente como él, y supongo que los aquí presentes lo sabéis. Por eso habéis venido.
Juntos los tres, y luego los cuatro, hemos construido nuestras vidas, disfrutando de su jardín, del apartamento de Isla Cristina, de mi casa de Gerena, de nuestra afición por la cocina, de los bares de Sevilla, de una tarde de cine o, sencillamente, de un ratito de charla y confidencias así, juntitos en un sofá, donde al final nos hemos acabado durmiendo.
Por eso hoy estoy feliz. En realidad esta boda no es como las otras que ha habido en nuestro grupo de amigos. Aquí no cambia nada: no estrenan casa, no se van a vivir juntos... ni siquiera han esperado a consumar en la noche de bodas (¿o sí?).
Sin embargo, este enlace es, por una parte, la ocasión de rendir un sencillo tributo a dos de las personas más importantes que hay en mi vida: de recordarles que se les quiere y se les necesita. De expresar el deseo, y el firme propósito, de que todo siga siendo igual entre nosotros cuando, como decía Garcilaso, “el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre”. Y, siempre, siempre, de darles las gracias desde lo más profundo del corazón por una vida de atenciones.
Y por otra, la boda de Paqui y de Ito es muestra de que a veces el amor se parece bastante a un vínculo perpetuo, con sus idas y venidas, pero siempre vivo.
(MUSICA-MOON RIVER)
Y ya termino. Aunque no sin antes felicitaros. Por haber sido valientes a la hora de tragaros los nervios y dar este paso. Por mantener vivo aquello tan valioso que encontrasteis hace ya tantos años. Y porque en vuestra historia de amor, siempre ha sonado la música sin necesidad de que un técnico de sonido pinche Moon River. Ojalá siga siendo como hasta ahora.
¿Lo veis? Al final he hecho de rapsoda del amor. Si es que... no tengo remedio.
Muchas gracias. Os quiero