
Reconozco que la anécdota fue graciosa. Ya lo había visto por allí en un par de ocasiones, siempre llegando al borde de las diez de la noche, corriendo y un tanto fatigado, como si le fuera la vida en esos poco más de 45 minutos que podría estar empujando hierro. Flacucho, feorrillo, espigado y con la cara llena de acné, es un híbrido de Pumuki y de Fidel, el chavalito marica de Aída. Y, por su forma de extasiarse con el ganao y por otros detalles, a mí me da que este chico también es del gremio...
En alguna ocasión lo había visto mirarme. No sólo a mí, creo que nos mira a todos, siempre con ese aire timidín que caracteriza a quienes, con poco más de 18 años, empiezan a contactar con su verdadera sexualidad tratando siempre de pasar desapercibidos en un entorno tan presuntamente viril como un gimnasio. Sin embargo, lo de anoche fue un puntazo.
Hagámonos una composición de lugar: eran las 22:30 horas. Los vestuarios están en la planta baja, donde servidor permanecía solo. Arriba, en la sala de máquinas, apenas quedaba alguien más, aparte de mi joven amigo. Pasados unos minutos, cuando estaba secándome aún dentro del habitáculo de la ducha, escuché que alguien entraba. Terminé, y envuelto en una toalla (tachán, tachán) me dirigí para vestirme al pasillo, estrechísimo, donde se alzan las taquillas. Apenas hay un metro de separación entre las puertas de éstas y la pared de enfrente. Y al final de ese pasillo, una puerta da la entrada a un cuartucho con váter.
Pues bien: antes, mientras me secaba, mi compañerito se había dirigido directamente al retrete. Yo no le vi entrar. Y cuando salió, se encontró con un tío taponando el pasillo por donde él debía pasar para llegar a la ducha. Un tío, osea yo, al que había mirado en repetidas ocasiones y que estaba allí, delante suya, en toda su plenitud, sin toalla que cubriera ya las partes impudicas, ni molestos testigos alrededor, ni na de na. Previamente, al escuchar que se abría la puerta del retrete, miré para comprobar a quién le estaba yo estorbando para pasar, y al ver que salía el chavalito, le sonreí con un gesto de complacencia.
Por un instante se le cambió la cara, y noté que se excitó... huelga decir por qué. Sus facciones eran un poema: casi empezó a temblar, a sonreír, a preocuparse porque estaba dejando en evidencia lo que sentía, a pensar -tal vez- que nunca había visto tanto pelo y tanto músculo juntos (jajajaja)... el caso es que el muchacho reaccionó de la peor manera posible: con aspavientos, puso los brazos en cruz, muy pegaditos a la pared, y pasó detrás de mí caminando de lado. Es muy evidente que perseguía a toda costa evitar el más mínimo roce conmigo, no fuera a ser que yo pensara que quería meterme mano, o algo peor: que siente como yo ;) Aunque claro, eso él no lo sabe...
Al final, se acabó metiendo en la ducha -no sé si optó por el agua fría, jajaja- y yo me fui a recoger a Chema a la estación, pensando que al pobre chaval todavía le quedan cosas que asumir... ¡y también que este tipo de situaciones vienen muy bien para la autoestima, qué coño!
...y vosotros diréis: ¿y a cuento de qué pone éste una foto de Chris Evans? Porque leches, ya que me quedo solo y desnudo con un tío en el vestuario subterráneo de un gimnasio casi desértico, bien que podría haber sido él. Injusta que es la vida...