El Ebro

No. No voy a recordar aquí los apuntes de la EGB, cuando la señorita Felisa nos decía que el Ebro es el río más caudaloso de España, nace en Fontibre y desemboca en Deltebre. Hoy no toca geografía. A cambio, sí que voy a hablar de una moneda que tal vez a niveles macroeconómicos haya sido una bendición, pero que nos está puteando el bolsillo de mala manera: me refiero, claro está, al ebro. ¿O es que nunca habéis escuchado clamar en los mercadillos "tres bragas, un ebro"? Pues os lo recomiendo: es una experiencia sociológica de primer nivel.
Reconozco que, como buen novelero, yo fui uno de los tontos que en la madrugada del 1 de enero de 2002 se plantó frente al cajero para sacar veinte euritos. Y cuando llegué a mi casa, sobre las 8 de la mañana, desperté a mi madre para lo viera y lo tocara. Como servidor además es idiota, esa noche salí a la calle cargando con la bolsita de monedas que había adquirido en el banco un par de días antes y, así, pagar las primeras copichuelas del año con propimores más propios del Monopoly que de la vida real. Me hacía ilusión. Aquello era como un gran juego en el que todos participábamos.
Yo que entonces ejercía mucho de viajero, descubría en el euro una comodidad increíble: de hecho, ese verano había estado en Europa del Este portando en los bolsillos moneda de cuatro países diferentes: marcos finlandeses y alemanes, francos franceses que le birlé a Air France en París por su incompetencia y, por supuesto, pesetas. Un show, porque tendríais que haberme visto paseándome por esos lares con unos pantalones cortos llenos de bolsillos, un mochilón a mis espaldas y, por todos lados, billetes rojos, azules, verdes, con una oca pintada, con la cara de un político decimonónico, con inventores, con los Reyes de España...
En ese contexto, el euro ofrecía tranquilidad. Lo malo es que no es oro todo lo que reluce, y a este león casi nadie lo pintó fiero, sino todo lo contrario. Básicamente, sus contraindicaciones fueron dos: subida brutal y generalizada de precios en hostelería, bienes de consumo, y una cierta influencia -digan lo que digan- en el precio estratosférico que hoy tiene la vivienda.
Os pongo un ejemplo: mi amigo Craso y yo íbamos hace años a comer con cierta frecuencia a Il Forno, un restaurante italiano que tenemos en Sevilla. Casi siempre tomábamos las mismas cosas: un plato grande de pasta para cada uno, ensalada y pizza al centro, bebidas, tiramisú de postre y un capuchino para rematar la faena. Nunca por más de 2.500 ó 3.000 pelas por persona. Y como estábamos currando y vivíamos como reyes, nos lo podíamos permitir. Ahora, cinco o seis años después, ese banquetazo no te sale por menos de 40 euros: osea, más del doble.
Otra cosa curiosa es el desayuno callejero. Ayer empecé a sospechar que en Sevilla debe de haber una asociación de hosteleros de la tostada con aceite y jamón, porque si no, no se explica: vayas donde vayas, no te tomas café y tostada con las susodichas joyas gastronómicas por menos de 2,50 euros: 415 pesetas, aproximadamente, al cambio. Hace no mucho, si en un bar te pedían eso por desayunar, directamente llamabas a los municipales. Ahora, algo se nos ha ido de las manos... o un tornillo de la cabeza, pero está claro que no funciona.
Menos mal que, a cambio, han empezado a proliferar supermercados económicos, como el Plus con sus chiquiprecios, el Lidl, el Dia, el Mercadona y unos cuantos más, donde uno puede comprar cuatro cosas a buen precio y sobrevivir como Dios le da a entender. Y menos mal que nos siguen quedando mercadillos donde escuchar "a ebro, a ebro". Porque de lo contrario, el Gobierno tendría que dar el visto bueno a otras nuevas formas de familia, como el trío o la comuna: mientras más gente aporte, más esperanza tendremos de llegar a fin de mes. Pero eso sí: a cambio, ahora somos muy europeos. Aquí el que no se consuela...