Confusión, agotamiento...

Supongo que es inevitable, pero los acontecimientos de las últimas semanas me tienen profundamente perturbado. Hay días que no sé ni por dónde me viene el aire. Mi padre está agonizando: no hay nada que hacer con él, y lo han enviado a un hospital que hace las veces de moritorio para que le traten sus dolores con Nolotil, hasta que no haya más opción que la morfina. Anoche llegué al centro sanitario en torno a las diez menos cuarto: me tocaba hacer guardia. De camino, recibí tres llamadas: mi madre para saber si había llegado ya, mi hermano para preguntar dónde estaba, y mi hermana, ya por último, queriendo saber cómo lo había encontrado.
Odio esas llamadas, que meten aún más presión a un día a día repleto de ella. Llevaba una semana sin ver a mi padre: supongo que la alteración en el ritmo de sueño y de comidas habrá afectado a mis defensas. El caso es que estuve griposo, y cuando ayer entré en la habitación, después de siete días, vi a un hombre mayor, profundamente demacrado, pero en nada distinto a como estaba la última vez. “¿Qué tal lo ves?”, preguntó mi hermano. “Pues más o menos igual”, respondí. “¿Sí? Fíjate en su mirada”, aseveró taxativo. Mi padre tenía los ojos cerrados, pero cuando los abrió, pude ver dos ventanas nubladas, vidriosas, enfocadas hacia un horizonte inexistente. Su expresión recordaba a la de esos cristos que procesionan el Viernes Santo, muertos en la cruz o en brazos de una madre dolorosa.
Supe entonces que, ahora sí que sí, la suerte está echada. Es cuestión de tiempo, creo que de muy poco tiempo. Ahora sí. Su corazón tiene la última palabra, pero en el momento que flaquee lo más mínimo por primera vez en ochenta años, todos cambiaremos el es por el fue cuando nos refiramos a mi padre.
Mis sentimientos se confunden. Estoy cansado, me siento débil, apático y un poco deprimido. Mi padre y yo nunca hemos tenido una buena relación: ni siquiera una relación correcta. Él ha visto en mí a un rival, y sus sentimientos siempre han distado mucho de ser los propios de un padre hacia su hijo. En mis recuerdos ebullen las anécdotas que lo demuestran. Al principio de toda esta odisea, él construyó puentes, tendió manos porque se sentía solo y parecía haber descubierto que su familia era lo único que tenía. Ahora, ya desesperado, ha vuelto a desempolvar la ira, la soberbia que siempre ha vertebrado su relación con nosotros.
Yo estoy agotado, irascible. Ayer, cuando me vio, se mostró totalmente indiferente ante mi presencia. “Empezamos bien”, pensé. Luego, durante la noche, no ha dejado de quejarse por sus dolores –entiendo que deben de ser horribles-, de pedirme que llamase a las enfermeras porque se le soltaba un cable o quería una pastilla, a los celadores para colocarlo de una manera u otra, de preguntar la hora, de pedir agua... Una noche eterna en la que sólo he podido pegar ojo unos 45 minutos. Llegué a desesperarme, y en muchos momentos a contestarle de mala gana. O soy humano, o un cabrón: no hay término medio...
Ahora estoy aletargado por la falta de sueño y por la sensación de parálisis que impregna mi vida. ¿Cuándo voy a coger la semana de vacaciones que me queda? No lo sé. ¿Qué voy a hacer en ella? ¡Puff! ¿Qué va a pasar este año en Nochebuena? Ni idea. ¿Y en Nochevieja? Tampoco lo sé. No puedo hacer planes de ningún tipo, no tengo ganas de casi nada, la capacidad de concentración brilla por su ausencia y la apatía termina por convertirse en la palabra que mejor define mis emociones. Al menos ahora he conseguido vencerla para escribir este texto que, a diferencia de muchos de los anteriores, es meramente descriptivo. Tal vez por eso me he atrevido a crear este post tan neutro: ahora mismo no estoy para buscar la belleza ni para apostar por un léxico elaborado. Sólo sé que necesito dormir y desconectar...