El Dios del Sol: vida, delirio, sueño...

Vida
¡Jooooder! Fue mi primer pensamiento cuando eché el freno sobre su foto mientras saltaba por inercia de perfil en perfil. Me detuve a contemplarlo con los ojos muy abiertos. Aquella imagen apolínea, esa mirada brutal y una sonrisa perfecta eran sus mejores avales. El perro, además, le brindaba un aire de ternura que realzaba todo el conjunto. Tentado estuve de pasar de largo, pensando que alguien así no suele tener tiempo para el común de los mortales: sin embargo, su descripción ponía de manifiesto que se trataba, aparentemente, de una persona muy sensata y normal.
Le escribí, me respondió con corrección y mucha simpatía. Otra vez más. Y otra, y otra. Nos dimos el messenger, charlamos. Intercambiamos fotos, puntos de vista sobre lo mundano y lo divino, referencias bibliográficas, algo de música... Decidimos quedar un viernes por la noche para cenar. Reconozco que ese día estaba nervioso, muy nervioso. De broma, habíamos hablado sobre cómo la buena compañía realza el sabor de las tostadas con jamón serrano a la hora del desayuno... y yo, por si acaso, llené la nevera de víveres.
Acudí a la cita, moderadamente arreglado y pretendidamente informal. Era la única manera de tener un as estético en la manga. Con los nervios, olvidé el móvil en el coche... y aún me puse más nervioso. “Tssss, eyyy”, fue lo que escuché cuando llegué al punto de encuentro. Era él. Me lo imaginaba más alto... pero en persona resultaba aún más guapo y su mirada sencillamente insostenible. Sonreímos, nos saludamos, cenamos. Descubrí, entre otras cosas, que a ambos nos gustan las berenjenas. Hubo feeling desde el primer momento, y sentí hacia él una profunda atracción: sencillamente, porque ese chico era tan sensato, simpático y espontáneo como lo había imaginado. Además de atractivo y guapísimo...
Fuimos a un bar, a otro, bebimos una cerveza, dos, tres... y al final, desayunamos juntos el tan llevado y traído jamón. Sentí muchas cosas y muy fuertes: entre otras, que yacer a su lado había sido un privilegio por razones que no vienen al caso. Al amanecer, sentado en la cama, empleé las briznas de luz que se filtraban por la persiana para observar la belleza de su rostro sereno, dormido pero sonriente, y el morbo que desprendía un cuerpo tan varonil como el suyo. Acaricié sus brazos, torneados y preciosos; y poco a poco, fui desplazando las yemas de mis dedos hacia abajo, gozando de su piel suave, muy suave... y fresca, muy fresca.
Pasamos juntos buena parte del día, comiendo pizza, retozando en el sofá y viendo vídeos por Internet. Estaba en la gloria, nunca antes me había sentido tan a gusto con alguien que dos días antes era sólo un habitante más del planeta: para mí, ciertos pasos constituían una auténtica novedad... y, en este caso, además, todo un acierto.
Delirio
Dieron las tres de la madrugada. La habitación estaba rotundamente a oscuras. El Dios dormía, y un leve escape nasal de aire era la única manifestación de su presencia en mi lecho. El insomnio me hizo mella, y esta vez decidí aprovecharlo recordando los momentos comunes que habíamos vivido hasta ese instante: aquel “¿de verdad me vas a besar en la cara?” de nuestra primera despedida; ese baño nocturno y tembloroso a la luz de la luna, con Hera como único testigo; la conversación que mantuvimos mientras él, agobiado, se sentía solo en Chiclana; las fotos que hemos visto una y otra vez; aquella cerveza nocturna en la Alameda, vestido con una camiseta ajustada de listas rojas; y tanto y tantos otros...
De repente, ésos y muchos más se empezaron a agitar en mi subconsciente, a modo de coctelera, y comencé a ponerme nervioso. Mi pulso se aceleró, brotaron el delirio, el sudor y el vértigo, futuro y pasado desfilaban por mi alocada cabecita con paso marcial... y el resultado, gustase o no, fue para servidor una evidencia: esta joven divinidad no sólo brilla con luz propia, como el astro que le da nombre, sino que además ilumina a quienes le rodeamos y nos brinda calidez. Yo, al menos, no puedo resistirme. Hay veces que el nombre imprime carácter... Acerqué mi desnudez a la suya y, cubiertos por una sábana color violeta, me relajé y seguí durmiendo mientras nos fundíamos en un abrazo delirante. Recordé aquella canción de Ana Belén, que dice "para entrar en el cielo no es preciso morir". Qué verdad es...
Sueño
Caí dormido con mi cara sobre su pecho, mis brazos alrededor de su torso y mi pierna derecha entre las suyas. De repente, aparecí sobre una playa desierta. Estaba nublado y caían las primeras gotas de lluvias otoñales, pero nada me expulsaba de aquel espacio ideal. De repente, a lo lejos, vi que era él. Iba descalzo y sólo vestía unos piratas desabrochados de tela vaquera. Nos miramos mutuamente y sonreímos. Dudé si acercarme o dejarle a su aire, pero pensé que hallarle en aquel lugar había sido un bonito guiño del destino, y quería aprovecharlo.
Me descalcé, subí un poco mis pantalones para evitar el efecto de las olas y caminé hacia la orilla. Al ver que me acercaba, el Dios dejó de hacer ranitas con piedras sobre la superficie espumosa del océano desparramado a sus plantas, y clavó en mí su mirada. Me regaló de nuevo su sonrisa. Yo tampoco podía, ni quería, dejar de mirarlo. A un par de metros me detuve, sin saber muy bien qué hacer. Entonces él me tendió su mano, que yo agarré con tanta fuerza como cariño, y preguntó a media voz: “¿Vienes?”. Me quedé a cuadros, no supe bien qué decir. Lo pensé sólo unos segundos y respondí que sí, que me encantaría: y tras besarnos con la pasión que siempre nos arrastraba, empezamos a caminar por la orilla en dirección a un punto indeterminado del horizonte... pero alegres, muy contentos y conscientes de que lo mejor de andar hacia la meta es disfrutar del camino.
La luz del amanecer me despertó abrazado a él, con una sonrisa de dálmata feliz. Allí, sobre mi cama, descubrí que si la vida “son los ríos que van a dar a la mar”, según Jorge Manrique, entonces la travesía fluvial que me ha llevado hasta esta playa ha merecido la pena. Y mucho. A partir de esa certeza, la tempestad otoñal se convierte en una melodía relajante, la bravura del océano en escorzos manieristas de espuma y salitre, la arena de playa en el marco de nuestras huellas... pero nunca, nunca, habrá lugar para sentir miedo ante la mateorología adversa: porque hay miradas que todo lo pueden y sonrisas que todo lo valen...