Love song for...

Recuerdo aquella tarde con nitidez. Los miércoles siempre aprovechaba un hueco entre clase y clase para acudir a la consulta de psicoterapia. Allí encontré, sobre todo, alivio. Fue la peor época de mi vida: y dentro de ese descenso a los infiernos, creo que justo esas semanas caminaba sobre las brasas más ardientes. Deslizado en el sillón, abrí con parsimonia mi vieja mochila simpsoniana, aquella que tenía un pañuelo rojo anudado por mis tres o cuatro mejores amigos. Sin prisa, sin pausa.
Saqué una cinta de vídeo con movimientos metálicos, robotizados: era Drácula, de Bram Stoker. Se la di a la doctora: se quedó a cuadros. Creo que en el fondo sabía que no podía aceptarla, pero también pienso que no se atrevió a negarse… al menos en aquel momento, viendo que estaba hundido. Siempre supe que así la ponía en un brete, pero me importaba un carajo. Buscaba la paz, mi paz, a cualquier precio.
“Te agradecería que la vieras en algún momento”, le dije. “Así podrás descubrir cómo me siento; yo soy el vampiro”, añadí. Se hizo el silencio. Justo entonces me quité las gafas, y arrojándolas sobre la pequeña mesa que tenía a mi izquierda, empecé a llorar desconsolado. “¿Por qué yo? ¿Por qué me pasa esto a mí?”, repetía sin cesar. Sentía que había estado toda la vida luchando por la coherencia, por la rectitud según mis valores, y todo estaba hecho trizas. ¡Plof! Igual que un castillo de naipes. Como le sucedió al transilvano.
Yo también miré a los clérigos con cara de odio y sentí el impulso de clavar una espada en el travesaño de esa cruz que simbolizaba lo establecido, las expectativas que los demás depositan en nosotros dejando al margen nuestra santa voluntad. Tuve la necesidad de sublevarme, de elevarme sobre la incomprensión de unas malas compañías y de unas creencias perversas.
Vi la película varias veces. Tal vez porque así proyectaba mis frustraciones sobre un individuo que, desde luego, tuvo cojones y fue coherente hasta el infinito. Que se sentía solo en su lucha. Que expresaba con acciones el deseo de perdurar eternamente en el amor humano, por mucho que fuera un incomprendido. “¿A ti también te pasa?”, parecía preguntarle un Carlitos que, escena tras escena, veía reflejadas sus vivencias en la pantalla.
Pasó el tiempo, y llegó –más o menos- la paz. Sin embargo, aquel joven de veinte años tenía algo en común con éste de treinta y cinco: su voluntad de fidelidad a sí mismo, su anhelo de amor propio. Hay cosas que merecen una lucha continua de cuatro siglos y una cuchillada certera en el epicentro, por mucho que los curas y otros muchos indeseables se santigüen a nuestro paso temiendo ser contagiados. Hay vampiros que no deben replegarse cuando brille el sol…
Actualmente, la vivencia prolongada del amor refuerza mis sentimientos hacia aquel noble que luchaba contra los otomanos. Era un guerrero con corazón, con una capacidad infinita para amar a su esposa, capaz de todo sólo por tener la oportunidad de que sus labios agrietados descansaran un día más sobre los de ella. Por volver a sentir el tacto nacarado de su piel, por convertir su mirada en un oasis de paz rodeado por esos valles de lágrimas.
Tiró por la borda su vida, su Dios, sus bienes y su prestigio... y todo por amor, desde su libertad. Ella nunca se lo pidió, pero Vlad no concebía la vida de otra manera. Sencillamente, no entraba en su cabeza. Pagó el precio, con alegría. Eurídice, dice Metge, también optó por sufrir la condena eterna en el infierno para estar junto a su mujer, cuyas acciones en vida no le permitían la redención. Mejor las ascuas que vivir sin alma, pensaría...
Algo tendrá el amor cuando se hacen tales locuras para que haya más besos. Para seguir oyendo esos latidos una noche más. Para continuar bañándonos en su sonrisa.
Yo también las haría. Sí, por ti. Aunque no me lo pidas. Aunque tema a la oscuridad o adore las tostadas con ajo ;-)
Feliz cumpleaños, vida mía
It beats for you - It bleeds for you
It knows not how it sounds
For it is the drum of drums
It is the song of songs...