Alegorías
Amanecía. Los cristales de la ventana lloraban un llanto incesante, producto del contraste entre la temperatura exterior, gélida, y el calor que desprendían nuestros cuerpos. La bóveda celeste, en tonos violetas, y las estrellas desperdigadas como el maíz de un gallinero anunciaban la inminencia del astro rey, sin interferencias en forma de cirros o cúmulos. Nada de nada, como mi pensamiento en ese mismo instante. Los ojos, recién abiertos, oteaban el exterior con alegría, con esperanza. Poco a poco fui tocando las distintas zonas de mi cuerpo, en una caricia constante, para constatar que además de desnudo, estaba vivo. Lleno de la sensibilidad que siempre tuvo. Nalgas, muslos, vientre, pecho, cuello, labios, cara... Todo en orden, todo en perfecto estado de revista. Sonreí.
Salí de la cama dando un salto heroico, y me calcé un pantalón deportivo, prescindiendo nuevamente de la ropa interior. ¡Qué frío! Mi nueva sudadera azul sirvió para rebajar la piel de gallina, suprimiendo a la vez la erección en los pezones, que volvieron a su cauce. Al estar descalzo, sentía bajo mis pies el frescor de las vigas de madera. Me gustaba. Abrí entonces esa vieja maleta de piel sintética y trabillas pseudorrotas que mis padres compraron veinte años atrás para colocar la ropa de verano cuando íbamos a Chipiona. Un intenso tufo a bolas rancias de alcanfor golpeó mi cara. Cuando bajaba de las alturas del altillo y descendía a suelo mortal, la alegría impregnaba mis ojos: ¡nos marchábamos de vacaciones! Esta vez, la alegría iba a empapar mi alma, que abarca más espacio físico y mental que cualquier parte del cuerpo.
Paré un segundo. Necesitaba recordar dónde había puesto la bolsa de la memoria, confeccionada en tela blanca. ¡Voilà!, sobre la silla del rincón. La cogí... aunque no pude evitar asomarme a su interior por última vez. Allí, agitados como pequeñas hadas lumínicas, se mezclaban entre otras cosas el cacareo del gallo de la Paula, mi salto al interior de aquella gélida poza, el nerviosismo en las clases de alemán de los martes -porque después iba siempre a recogerlo para dormir juntos- o aquella cerveza en el Harrow murciano, regada con las lágrimas del “notequieroperder” mientras sonaba de fondo ‘Chasing cars’. Al ser cada una de un color, convertían el interior de la bolsa en cien arcoíris de tonos tan preciosos como inútiles. Así que, serenamente, arrojé alcanfor en su interior e hice un nudo para evitar que escapase alguno.
Fue el primer objeto que coloqué dentro de mi vieja maleta, no sin cierta reverencia. A continuación rebusqué entre mis pertenencias el resto de las cosas que conformarían ese peculiar equipaje, evitando en todo momento que el ruido le despertara. Saqué de la mochila dos ojos azules, azules, azules. Los miré por última vez, pensando que eran tan bellos como innecesarios; por eso los lancé al interior de la maleta emulando a un jugador de petanca; después, limpié mi mano sobre el pantalón.
A continuación abrí el armario y, no sin cierto esfuerzo, lo saqué a él. “Tú fuiste mucho más que unos ojos”, pensé mientras se escapaban un par de lágrimas. En realidad, lo fue todo. Todo. Observé por última vez sus preciosas curvas, su barbita juvenil, el vello estratégicamente situado y esos labios que me sacaban de quicio. Le di un último abrazo, quería sentir por última vez su aroma perfecto a piel y feromonas. Las lagrimas deslizadas se transformaron en llanto irrefrenable, silencioso, pero necesario. “¡Cuánto me habría gustado que hubieras sido tú!”, balbuceé como pude. Un empujoncito para mover esos 85 kilos, y a la maleta... pensando que siempre, siempre, seguiría enamorado de él.
Seguí con los preparativos. Miré hacia el rincón opuesto, y allí estaba sentado sobre la otra silla del dormitorio. Llevaba puesta mi camiseta publicitaria de la lona de obras catedralicia, y comía chocolate con almendras: “No sé qué hacer contigo”, le dije. Como única respuesta, abrió los ojos muchísimo, puso carilla de pena y empezó a hacer ‘pucheritos’ con los labios. “Vale, quédate”, sentencié, pensando que meterlo a él en la maleta habría sido, en cierto modo, meterme también a mí.
Llegaba el turno de la bolsa de las inseguridades. Era bastante pesada, y yo lo sabía. Sin embargo, ahí no quise mirar. Tampoco poner alcanfor. Las despreciaba. Me limité a colocarla, no sin esfuerzo, en el interior de la maleta: concretamente, entre sus piernas tatuadas.
Y por último, coloqué un popurrí de pequeñas cosas: cinco o seis miradas, un par de libros, mi pesa roja de diez kilos, tres o cuatro recuerdos destructivos, varias fotos e incluso algún post de mi blog. La maleta abultaba, pero me senté encima, igual que en las pelis de humor, y conseguí cerrarla correctamente.
Realizando un pequeño gran esfuerzo, salí de la cabaña y me dirigí con ella al embarcadero. Hacía mucho que no remaba... años, tal vez. Tuve miedo de que el peso pudiera desestabilizar el bote, así que anduve con mucha prudencia, avanzando casi a rastras sobre la superficie acuosa. Giré la cabeza para comprobar lo lejos que quedaba mi mundo actual, y me juré a mí mismo que ése iba a ser el último esfuerzo que hiciera por todas esas rémoras. Cuando alcancé el epicentro del lago, paré. Disfruté un instante del silencio y de los primeros rayos de sol, que no quisieron perderse este momento. Y entonces, haciendo de Atlas por un instante, cogí en peso la maleta y la dejé caer. El agua colándose por las rendijas, y sobre todo el peso, fueron los dos ingredientes necesario para alcanzar mi objetivo. Poco a poco, la maleta se fue hundiendo, hasta que desapareció de mi vista. Dejé de ver los destellos de la bolsa de la memoria cuando dos o tres metros de agua, calculo, separaban mi maleta del mundo exterior, real, oxigenado.
Justo entonces, me quité toda la ropa y, apretando los dientes, salté. Cuando el agua más fría que recuerdo empapó todo mi cuerpo, di un enorme grito de desahogo, y unos cuantos manotazos y patadas. Empecé a nadar desnudo y en círculos sobre el lugar donde mi maleta iba a yacer para siempre: a más de cien metros y a muchos pascales de mi realidad tangible. Tras ridiculizar en grado sumo el legado de Gemma Mengual, subí tiritando a la barca, me escurrí ligeramente con las manos y me coloqué al voleo las dos prendas que llevaba. En cinco minutos concluí el trayecto de vuelta al embarcadero, amarré el pequeño bote tricolor y empecé a caminar de puntillas hacia la cabaña.
Él ya se había despertado, aunque optó por no salir de la cama. La habitación estaba llena de sol. Entré quitándome la ropa. Me sonrió, le guiñé un ojo, y me lancé en plancha sobre su cuerpo. “Estás helado”, me dijo con cara de sorpresa. “Qué va, estoy ardiendo”, respondí entre risas con ironía justo antes de empezar a besar su cara y su cuerpo por todas partes. No preguntó nada, puede que por prudencia. Tampoco yo quise reflotar la maleta, ni siquiera verbalmente. Era mucho mejor sentir bajo mis labios la aspereza de su piel erizada por mor de mis manos, del roce de mi cuerpo y de la acción incesante de mi lengua.
Hora y media de sexo intenso y un café cargado con tostadas de jamón es la manera perfecta de empezar el día. Mientras desayunaba en la cocina, levanté un instante la mirada y clavé mis ojos momentáneamente en la superficie del lago. Todo era un mar de tranquilidad, roto en alguna ocasión por gaviotas que amerizaban como hidroaviones en miniatura. Sonreí de nuevo, e inspiré profundamente antes de morder con fuerza la parte sólida de mi desayuno. “Llevaban razón mis amigos –pensé mientras masticaba- cuando decían que lo mejor de mi vida estaba por llegar”. Así es: lo mejor de la vida es sentir que eres libre y que, por fin, quedan atrás para siempre ciertos lastres. Y esa sensación de libertad, por fortuna, nunca se hunde para siempre...