Mol, life and so on

lunes, julio 12, 2021

¿Alguien sigue leyendo esto?

 Hola. Soy Carlitos Sublime, un señor mayor que empezó a escribir aquí allá por 2005, que hizo unos amigos extraordinarios que aún conserva, en buena medida, y que puede certificar, y certifica, que los blogs tuvieron un magnífico papel durante la pasada década, antes de que todxs nos volviéramos locxs con Facebook, Instagram o el jodido Twitter. 

La pregunta es: ¿alguien sigue leyendo esto? O mejor dicho, ¿alguien continúa manteniendo su blog, aunque sea tímidamente?



¿Y si los retomamos? ¿Quién se apunta? ;)

lunes, febrero 13, 2017

Taté. In memoriam (1959-2017)



Nací, bien lo recordarás, en esos tiempos en que nuestra hermana y yo nos turnábamos cada otoño para celebrar el cumpleaños con una tarta de Confitería Burgos. Si en septiembre tocaba pastel de mantequilla y tocino de cielo, para octubre habría bizcocho casero hecho a base de huevos, harina, cariño, pobreza y voluntad; y viceversa al año siguiente. Eran los tiempos de Sor Encarnación, del baby azul a rayas, de ‘La saga de los Porretas’ que escuchaba mamá en la cocina, de los trayectos hacia el cole sin pisar una sola raya del suelo o de las vienas blanditas de La Espiga Dorada. También de aquellos roscos rellenos de crema y envueltos en papel celo que traía a casa un panadero calvito y simpático; o de las cajas enormes de galletas insípidas y muy gruesas que tomábamos migadas en Colacao; o de esas latas, también enormes, de mantequilla Maximino Arias Tascón, que tanto me gustaba. Si había yogures, siempre me pedía el de naranja (¿recuerdas que entonces existían?) y te dejaba a ti los de pedacitos, que te encantaban. Y ambos contentos.

Éramos un equipo; incluso compartimos habitación durante un tiempo. Yo iba al cole de párvulos con mamá o con la tatita Conchi, y tú, que entonces no eras Juan José, sino Taté, me traías de vuelta a lomos de esa BH roja que te llevaba al trabajo. “Ten cuidado”, me decías. “Separa bien los pies de las ruedas, no vayas a meter el zapato entre los radios y te los destroces”. No sé qué me imaginaba, aunque supongo que terminar hecho trizas en medio de la calle Parras sería para mí la peor de las pesadillas. Recuerdo perfectamente esa sensación de volar agarrado con fuerza a tu cinturón, y sientiendo el viento en mi cara, sonrosadita y tersa por aquel entonces.

¿Sabes? Nunca te lo he dicho, pero para mí eras casi un héroe: fuerte, muy cariñoso, generoso, protector... Ni eras tan guapo o buen dibujante como Ángel Luis, ni me hacías tantos regalos por Navidad como Francisco (que para mí era Tutú); sin embargo, tú eras especial. Como papá nunca estaba, hacías las veces de padre y de hermano mayor. Ahora bien: cuando volvía, o cuando él quería ocupar su trono, dabas un paso atrás y se imponía la lógica jerárquica, que no afectiva.

Recuerdo cuando él me llevaba a verte al hotel y te observábamos trabajando de pinche a través de esa ventana que daba a la calle Cristo del Calvario; sobre todo, tengo muy presente aquel día que me extrajeron un diente mal situado y fui a enseñarte la boca a través de esa reja, lleno de orgullo por volver a tener cara de niño normal. Si papá o mamá me llevaban al centro, la visita a 'tu ventana' era para mí el momento predilecto. ¡Qué suerte tenía aquel hotel de contar con mi Taté!, supongo que pensaría aquel niño cabezón, de cara muy blanca y abundante pelo rizado que Servidor era a finales de los 70 y principios de los 80.

Guardo cientos, miles de recuerdos asociados a ti durante mi infancia: el viaje a Cáceres para asistir a tu jura de bandera, las cajas de madera forradas en terciopelo que me traías del hotel para que ordenase mis cosas, las vitolas de los puros que miraba una y otra vez –origen, supongo, de mi afición coleccionista-, la gracia que me hacía que empleases el verbo ligar como sinónimo de coger –Servidor ya era repelente con el uso de la lengua desde su más tierna infancia-, y un largo etcétera.

Sin embargo, los más vivos que atesoro van relacionados con tu fuerza casi prodigiosa. Nunca olvidaré cuando te veía bajar las escaleras a toda velocidad portando la bici a hombros, y yo –que aspiraba a ser como tú- imitaba posturas y movimientos con la mochila Perona del cole. No era lo mismo, claro: pero entrenaba para lograrlo algún día, de mayor, pues también yo iba a ser fuerte como mi Taté. Cuando tocaba ir a ‘Villa Pulga’ con papá, todo era más divertido si tú también venías: así currabas y yo, en lugar de pasar llaves y piezas varias, jugaba con los perros, las gallinas o el cochino. Y créeme si te digo que todavía no puedo entender cómo levantabas las ruedas del camión con sólo una mano: ni tampoco que aquel día que sacrificamos al cerdito (menudo sofocón me pillé) subieras sus jamones, solomillos y demás hasta un cuarto piso, sin ayuda de nadie y de una sola tacada. Con razón papá te llamaba ‘el mulo’. Esa fuerza, para mí, era además garantía de seguridad: sobre todo cuando los más grandotes del barrio sabían que tocarle un pelo ‘al Sosita’ podría implicar vérselas con el bicho del hermano. Y eso era un riesgo tan letal como innecesario...

El tiempo pasó: y no voy a negarlo, ocurrieron cosas. Cosas que nos separaron. Un poco al principio, algo más después. Sin embargo, cuando hace unas semanas nos vimos después de un tiempo, ambos supimos que nada había sucedido.

Lo vi en tus ojos, y tú en los míos. Porque el puto cáncer destrozó tu colon, tu hígado y tu estómago, pero no tuvo cojones de tocar ni un gramo de tu mirada, que era muy similar a la mía, o a la de nuestra hermana, pues los tres heredamos esos ojos tiernos y profundos de la tita Amelia.

Lo vi en esa mirada tuya donde, al asomarme, volví a descubrirme vestido con el baby, migando galletas insípidas, jugando con las gallinas y a lomos de tu bicicleta.

Esa mirada, ya triste y resignada, ausente pero llena de paz, que me recordó a la del Cristo de la Sentencia, no sé muy bien por qué. Tal vez porque el cáncer, como el Sanedrín, había dictado la suya propia, y decidió condenarte, igual que le ocurrió al Hijo de la Esperanza Macarena: y todos lloramos y lloramos, como llora Ella cada Viernes Santo por no poder remediar lo irremediable, o como lloró Jesús ante la tumba de Lázaro por la muerte de un buen amigo: sin embargo el pasado lunes, como aquel día en el Gólgota, el más digno entre los hombres volvió a repetir, adaptadas a tu nombre, aquellas palabras que dirigió en la cruz al bueno de Dimas: “Te aseguro, Juan José, que esta noche estarás conmigo en el Paraíso”.

Y así ocurrió en torno a las 19:30h, justo al anochecer. Él cumplió Su promesa, y el cielo no pudo esperar. Alea iacta erat. Cuando lo supe, recordé inmediatamente el mayor favor que me hiciste en vida: plantarte una madrugada de Jueves Santo a buscarme sin rumbo en Algeciras, en medio de un temporal, porque sabías que el retraso del barco por mor del mal tiempo me había dejado tirado en el puerto. Como entonces no había ni móviles ni GPS ni por supuesto Internet, llamé a mamá desde una cabina para decirle que me había metido en un bar a esperar a que amaneciera, y que trataría de volver a casa en el primer autobús, que partiría diez o doce horas después: al ser festivo, redujeron las frecuencias.

Sin embargo no tuve que aguardar tanto: a las tres horas, más o menos, te vi bajar sonriente de tu Opel Kadett y nos fundimos en un abrazo. Yo ya no era un niño, sino un veinteañero que cumplía con eso que entonces denominaban ‘servicio a la Patria’, pero me volví a sentir salvado por ti, igual que cuando era ‘el Sosita’ y me puteaban los grandotes. Nunca llegué a saber cómo habías dado conmigo: imagino que fuiste de bar en bar por los alrededores del puerto buscando a tu hermano, que sin pretenderlo estaba rodeado de putas, noctámbulos, bebedores y gentes de buen vivir. Lo que sí supe fue que mamá te había llamado para interceder por mí, y tú diligentemente accediste a su petición, sin poner el más mínimo pero.

No te pude devolver el favor... hasta el lunes. Cuando supe que dejaste ya tu casa sosegada para salir en busca del Amado, como San Juan de la Cruz en su poema, yo también rogué a una Madre que intercediera por ti ante su Hijo, y pedí con todas mis fuerzas que Él acogiese esa intercesión tan de buen grado como tú lo hiciste con la de mamá aquel lejano día de 1997. Para que también tú, como yo en Algeciras, te pudieras sentir salvado. Era lo justo, ¿no crees? Y estoy seguro de que así habrá sido: de que el lunes Él te dio la bienvenida con un fuerte abrazo, como el que nos dimos tú y yo en aquel puerto. Y sé que ahora, libre de cargas, estarás con papá y con el tito Pepe hablando de lo que más os gustaba a los tres: los camiones.

Te quiero, Juan José. Más de lo que imaginas. Más, incluso, de lo que yo mismo he sabido hasta ayer.

Descansa en paz cobijado en el Señor.

lunes, febrero 29, 2016

Resurrección en año bisiesto: amanece un 29 de febrero



Sí, soy yo. Creí que nunca iba a volver, pero... digamos que me apetecía inmortalizar de algún modo este día tan especial y, sin pretenderlo, me he puesto a hacer balance sobre lo ocurrido en los últimos cuatro años: en mi olimpiada bisiesta personal :)

Lo cierto es que mi vida ha dado un giro de 180 grados. Ahora doy clases en la universidad, he estudiado cosas nuevas (y sigo en ello), he publicado artículos en revistas científicas de muy buen nivel, he asistido a congresos internacionales, he viajado por Italia, Reino Unido, Bélgica, Irlanda, Portugal y por supuesto España, he mejorado mi nivel en algunos idiomas y he aprendido otros... Supongo que me dejo cosas en el tintero, pero sirvan éstas como muestra de la revolución que, al menos para mí, han supuestos estos cuatro años comprendidos entre bisiesto y bisiesto. Todo basado en un esfuerzo atroz, pero los resultados han llegado y, como dicen los futbolistas, las lesiones me han respetado (podía no haber sido así).

En el aspecto personal, ahora me siento mucho más tranquilo y seguro. ¿He dicho tranquilo? Bueno, tal vez hay cosas que van selladas a fuego en la palabra carácter, pero digamos que sigo peregrinando por la vida lleno de fuerza y con la ilusión de quien aprende y crece a diario. Lo de sentirme más seguro, sí que es indudable. Ahora, tal vez, más que nunca.

También he perdido a gente. No estoy convencido de que la palabra sea pérdida, pues supongo que es imposible perder lo que tal vez nunca se tuvo, aunque es cierto que ha caído gente por el camino; gente que, en su momento, pensé que era importante, y resultó ser un aguacero de verano. A fin de cuentas, la vida es un gran teatro, una obra de los Álvarez Quintero, con muchos personajes entrando y saliendo. Al menos me quedo con una evidencia: el tiempo ha depurado, y quien sigue, sigue y seguirá (espero).

Y por último, aunque no menos importante, está el aspecto sentimental. La recta final de 2012 me llevó a cometer un (grave) error, y bien que lo aprendí/pagué. Luego vino la tranquilidad, el sosiego, un poco de despiporre (también)... hasta que llegó lo más bonito que me ha regalado el destino en los últimos años. Por primera vez estoy tranquilo, sin dejar de perder el brillito en los ojos cada vez que leo su nombre, veo su foto u oigo su voz. Juntos vamos progresando, creciendo, encajando las piezas: y espero que así sigamos, por lo menos, hasta que pasen otros veinte años bisiestos... o más. Te quiero mucho, Baquito ;-)

Eso sí: durante el último bisiesto vi un petirrojo por última vez. A ver si hay suerte y en 2016 se vuelve a repetir el (casi) prodigio.

Y otra última cosa: releo esto y descubro que, escribiendo sobre cosas que no sean técnicas, estoy francamente desentrenado, jejeje.

Seguimos en contacto. Nos vemos, de nuevo, por aquí.

domingo, noviembre 11, 2012

Gotitas de hastío



Llevo algún tiempo dándole vueltas a esto. Imaginad un tazón gande de café con leche. ¿Cuántas gotas hay de café? Miles, tal vez. ¿Y de leche? Más que miles, si te gusta el café rebajado. Sin embargo, coges el endulzante líquido, arrojas dos lagrimitas al interior de la porcelana, y todo el conjunto cambia, se altera. Parece magia, pero es algo tan simple como la consideración de que no todos los efectos son idénticos, ni todas las densidades... ni todas las personas, claro.

En mi vida pasa algo parecido. En general estoy bien, lo tengo todo para ser feliz. Soy un alma inquieta, y eso es fundamental para sentirse vivo. Creo que soy moderadamente culto, siempre con proyectos entre manos y ganas de aprender. Tengo un cuerpo más que aceptable, cuidado, curtido gracias a quince años de ejercicio (in)interrummpido, pero al mismo tiempo con la suficiente personalidad como para pensar que un helado de chocolate a tiempo es la mejor de las victorias. Soy buen tipo, bastante noble, de buen corazón, más o menos agraciado, con la vida laboral todo lo encauzada que puede estar en coyunturas tan perras como la actual, viajero, con mucha gente buena que me quiere a mi alrededor... equilibrado, en general.

Recuerdo que cierto día estaba un servidor leyendo, lapicero en mano, a las puertas de la oficina: concretamente sentado en los veladores del bar que nos sirve desayunos y algún que otro almuerzo. Entonces se me acercó una chica que me soltó de bruces cuatro palabras: “¿Dónde está el fallo?” No la entendí. Luego me explicó que cuál era el fallo para que un chico con “tantas” virtudes siguiera solo solito solo. Más de un gay me ha dicho algo parecido en alguna ocasión, y yo me he sentido como si acudiera a una entrevista laboral y el director de recursos humanos arqueara una ceja al contemplar un curriculum brillante. ¿Es culpa mía tenerlo y que ésas sean mis circunstancias? Pues algo parecido.

¿Dónde está el fallo? Seguramente en que las fórmulas habituales no sirven para mí. O tal vez en que soy un inadaptado. No me molan las parejas abiertas, así que si veo que mi relación no funciona, entiendo que el ciclo está cubierto y a otra cosa, mariposa. Nunca es fácil, pero la esclavitud como contrapartida es un precio demasiado alto. Soy monógamo, y saltarme la monogamia para mí sería impensable: si lo hiciera, sería por miedo. Y creo que tengo alguna que otra virtud como para sentir algo así.  Tal vez si fuera de flor en flor, probando y desprobando, encontrara algo pasando y volviendo a pasar las páginas del catálogo finito que es el mundillo gay en ésta nuestra ciudad. Pero claro... la intimidad es un valor demasiado importante, a mi juicio, para verme luego de boca en boca entre toda la gentuza que lo puebla. ¿Cómo puedes conocer a gente? Si descartas perfiles, conocidos y sexo a saco, las posibilidades se reducen casi al 100%. Y por otra parte, el tipo de persona que puebla esos hábitats no es, normalmente, objeto de mis deseos. Así que todo se complica un poco más.

Las dos últimas personas que he conocido son cuando menos extrañas. Uno de ellos, teóricamente romántico y pretendidamente sensible, se quejaba de los efectos de la soledad. Sin embargo, conforme fui conociéndolo entendí que a veces la soledad es consecuencia de nuestros actos. Otro, sin embargo, era un tipo casi perfecto, con grandes virtudes a todos los niveles. El problema, que lleva catorce años con un novio al que sólo quiere en teoría, pero con quien ya no tiene sexo. Así que en esas estaba cuando se topó conmigo, y me comió la oreja con promesas de todo tipo y piropos que iban aún más allá. Al final, si digo que no me pierdo unos cuantos polvazos, pero si digo que sí sólo seré la TTS (tabla temporal de salvación) para un buque que, antes o después, terminará yéndose a pique. ¿Y qué pinto yo ahí?

Se da la paradoja de que no me fío de casi nadie, y siento además que casi nadie se fía de mí. Si ofreces amistad, alguien (a veces el propio beneficiario) puede tener las dudas de que tus intenciones van más allá, pero si rechazas sexo, entonces eres un puto calientapollas porque a quién coño le interesa ser tu amigo, si amigos hay a miles. Yo no suelo ofrecer sexo, pero estoy seguro de que si lo hiciera, aunque fuera con carácter puntual, el personal me tacharía de ser facilón: y si rechazo amistades viperinas (ésas de sonrisas bienintencionadas que camuflan a pollas tiesas), será porque soy mala persona.

Sinceramente, lo gay cansa. Y mucho. ¿Hay gente normal? No lo sé. Alguna he conocido, pero no demasiada. Harto estoy de patrones, que no de personas. Y a veces, siento que ese detalle de mi vida (unas gotas en un gran mar donde hay familia, amigos de verdad, proyectos, trabajo, estudios, perros e inquietudes varias) tinta un poco de sombras a todo el conjunto. De ahí el poder de las gotitas al que aludía al principio. La solución, aunque duela, pasa por comprender que la faceta sentimental (donde hasta ahora me ha ido de puto culo, y perdón por la expresión) debe ser desterrada. Aniquilada. Enamorarse es un fracaso, dejarse llevar una pérdida de tiempo: y el riesgo de que jueguen contigo, en ambos casos, es tan alto que casi no merece la pena intentarlo... salvo que te atraigan los deportes extremos.

¿No es el caso? Pues entonces únete al club y asume que la compañía viene de un perro, el amor de tu madre/amigos, y el placer de unos huevos de silicona que inventó cierto japonés de nombre impronunciable. Todo lo demás es un cuento chino (que no japonés). Me encantaría estar equivocado, pero creo que la posibilidad de enamorarse y de ser correspondido es tan, tan mínima, que antes me saldría melena. Y los tirabuzones ya los perdí para siempre: como el amor. Ahora toca vivir pensando que no está mal eso de ser calvo... y que la soledad, como la calvicie, también posee sus propios atractivos. ¿O no?

lunes, octubre 15, 2012

Intervención en la boda de Sergio y Su



Queridos Sergio y Su, padres y suegros, suegros y padres, familiares y amigos: 

El día que se me apareció por Facebook el Arcángel San Gabriel para decirme “bendito tú entre los benditos, lees en la boda”, un Servidor acababa de levantarse pese a que eran más de las 12 del mediodía. Eso sí: diré en mi descargo que era domingo y no tenía resaca; el sábado de vísperas había trasnochado, únicamente, para quedarme a ver Love Actually. Una película donde seis o siete historias heterogéneas de heterogéneo amor se superponen y entrelazan para describir una evidencia: que de hecho, el amor está en todas partes. Que todo está lleno de amor y sólo hay que tener los ojos bien abiertos para descubrirlo.

Me puede esa peli. Entre otras razones, porque me recuerda a alguien a quien, de uno u otro modo, amo y amaré siempre. Pero también porque me identifico al cien por cien con quienes sitúan al amor en el centro de la existencia, con quienes apuestan por una vida donde el amor lo colme todo. Aquel domingo no tenía ni una pizca de cafeína en el cuerpo, y reconozco que en principio mostré objeciones a pasar por este momento que ustedes ahora contemplan: entre otras cosas porque siempre termino llorando.

Sin embargo el Arcángel me convenció, argumentando para ello que aceptar sería, indiscutiblemente, un gesto de amor. Y después de ver Love Actually, la razón esgrimida te toca muy dentro. Esa película, una de mis favoritas, es una auténtica catarata de besos, miradas, sonrisas y vivencias que tienen como protagonistas:

·        a un viejo roquero y su manager,
·        al primer ministro británico y su asistente personal,
·        a un escritor desengañado y la chica del servicio doméstico,
·        a un niño que apenas levanta un metro del suelo y una compañera de clase,
·        o a un artista de tres al cuarto enamorado locamente, y en silencio, de alguien cercano e imposible.

¿Les resultan familiares estas historias? A mí, alguna más que otra.

La primera moraleja que uno extrae de esta historia es que el amor, como la muerte, es una danza a la que todos estamos llamados. Nadie se libra del amor, igual que ninguno de nosotros es eterno. En cien años todos calvos, afirma esa máxima... y habiendo sufrido y gozado por amor, habría que añadir.

Recuerdo que hace unos años casi entré en éxtasis al contemplar en la berlinesa iglesia de Santa María un fresco medieval de 22 metros donde un papa, un obispo, un príncipe, un rey, un gobernante, un mendigo y representantes de todos los estratos sociales eran llamados por la muerte para, a través de la danza, recibir un golpe igualitario de guadaña. Todos iban de la mano, y con alegría, a un mismo punto de destino. Eso sí que era comunismo germano-oriental, y no el de Eric Honecker...

Cierto es que nacemos y nos encaminamos hacia la muerte: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, decía Jorge Manrique, una alegría de hombre, en esos mismos años del siglo XV en que pintaron el fresco berlinés. Nacemos y morimos. Ese destino es común para nosotros, los seres humanos, y también para los perros, las iguanas o las macetas de geranios.

Sin embargo, nosotros tenemos la suerte de nacer programados para amar. Desde que abrimos los ojos y una primera bocanada de aire desvirga nuestros pulmones, comienza el peregrinaje hacia el amor. Primero es mamá, luego la seño, luego la niña (o el niño) del pupitre de al lado, luego la niña te coge la manita (el niño nunca lo hará, os lo aseguro), más tarde lloras porque la niña, que ya es una mujercita, se fijó en otro o porque el niño sólo quiere ser tu amigo, al final la mujercita se convierte en tu confidente porque el niño pasa de ti y de ella... Un drama shakespeariano.

Por eso os aseguro, tengo el convencimiento personal, que todos los protagonistas de ese fresco berlinés amaron igual que murieron. Nadie pasa por este mundo sin llorar, reír, sufrir y gozar por amor, gracias a Dios. Aman el rey y el vasallo, el rico y el pobre, los nobles y el populacho, el clérigo y el ateo, los de izquierdas y derechas... Da igual lo que seamos, lo que tengamos o lo que pensemos: todos buscamos amar, y ser correspondidos.

Recuerdo que a Sergio y a Sú los conocí un mismo día hace justo ahora diez años. Y paradójicamente fue el descubrimiento del amor, del primer amor, el que me llevó hasta ellos poco después de que Bjork, una islandesa aficionada a la música que ni canta ni compone pero que vende discos, me recordara a través de una poesía pagana que en la superficie de la simplicidad, todo está lleno de amor. Igual que en Love Actually, pero a berrío limpio. “Parecen buena gente, pero son muy distintos. ¿No?”, fue lo primero que le dije a Chema. Como única respuesta, mi interlocutor abrió mucho los ojos: con el tiempo descubrí que ni siquiera hizo eso. Es que los tiene siempre así de abiertos.

Desde el principio los percibí asimétricos: Su es más bien rubia, Sergio moreno; él grandote, ella más menuda; a ella le gusta la Kelly Family, a él Triana; y sobre todo, él habla por los codos hasta con las piedras, y ella podría ser presidenta del club de fans del monosílabo. Sin embargo esa asimetría, en el caso de nuestros amigos, se ha convertido en complementariedad. Y ésta ha sido, o al menos eso creo, el mejor sustrato para que brote el amor.

Ahora bien: dejando al margen el físico y el carácter, creo que Su y Sergio comparten un mismo fondo. Si tengo que describir lo que he visto en ellos durante estos diez años, diré que he sido testigo de cómo evolucionan dos pipiolos veinteañeros en el amor y en la vida. Sergio era un estudiante de Derecho con problemas para aprobar alguna que otra asignatura, y Su estudiaba informática en el instituto. Ahora son dos profesionales que tienen una casa en el mejor de los lugares, un coche y hasta un gato, que por cierto nació al poco tiempo de conocerlos un servidor.

Tengo muchos recuerdos asociados a ellos, muchas vivencias que nos unen a idénticos lugares:

·        Juntos, en el pueblo, hemos disfrutado del olor a jara y retama, de los dulces del Maxi, de la calidez de la chimenea, de la piscina de Castuera o de eso que por allí denominan “torrija”, untada generosamente sobre un pan con más viento que masa.

·        Hemos deseado la muerte al gallo de la Paula, nos intrigaba la vida de Marcelino o repasábamos los apodos del vecindario, adaptándolos fonéticamente a los requerimientos del buen humor, y siempre en torno a una mesa con saya floreada, un pañito de croché y botellas de liquindoy pagadas a precio de oro líquido en El Árbol.

·        Juntos hemos descubierto la grandeza de vivir en Gerena, la Toscana de España y el orgullo de Europa, donde sólo residimos artistas y gentes de mucho nivel.

·        Y juntos también hemos celebrado unos cuantos cumpleaños, bien en mi sótano, bien en su patio; también eventos familiares como bodas y bautizos, e incluso Noches de San Juan y victorias futboleras aderezadas con filetes y chorizos, mucha Cruzcampo, las papas alioli de Irene y, para rematar, los brownies de Guio.

Me gustaría destacar un rasgo de cada uno de ellos: tal vez los que más me han llamado la atención en esta década. De Sergio señalaría que sabe cuidar bien, e incluso mimar, a sus amigos. Siempre lo ves rodeados por los mismos, y eso es muy buena señal. Muchos de ellos, como Guío e Irene, proceden de la época universitaria; otros del barrio, como Diego. Y por supuesto, junto a todos ellos, Eva: mi Isabelita, a la que conocí a la par que a los contrayentes, rodeada de apuntes sobre visigodos, romanos, astures, suevos, vándalos y alanos.

Por lo que respecta a Su, me quedo con la paradoja. Me explico: que es reservada y parca en palabras no requiere mucha aclaración. Es evidente. Sin embargo, Su no escatima en absoluto muestras de cariño. Te ve y te abraza con ganas, te besa, se interesa por ti. Sus ojos hablan más que sus labios: y es que, como dice el proverbio árabe, “quien no comprende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación”. Pues creo que su corazón habla, incluso, más que sus ojos.

Son muy buenas personas, y lo demuestran continuamente. Pero, si me lo permitís, quisiera destacar dos hechos en concreto que yo recuerdo de un modo especial.

·        Por una parte, ese día de julio de 2004 en que llegamos al pueblo desde Toro, en Zamora, viajando del tirón en un Citröen Saxo viejecillo que se venía abajo en las cuestas. Llegamos muertos de hambre, y pensando que sólo podríamos trincar algo en el frigo porque no eran horas de ponernos a cocinar. No hizo falta. Sergio, Su y Eva nos esperaban levantados y con la cena lista, pese a que era tardísimo: aquello fue un festín de filetes y tortilla que, tras no sé cuántas horas de viaje, no es que supieran a gloria: ¡¡es que eran la gloria!!

·        Por otra, y ahora me pongo serio, quiero darles las gracias aquí, públicamente, por haber querido mantenerme a su lado. Hace dos años y medio se quebró definitivamente el hilo que nos unía, cosas de la vida. Sin embargo, a la luz de esos hechos descubrí que no estábamos unidos por un hilo, sino por una malla: y aunque se rompa aquél, quedan más nexos. Muchos más. Todo un entramado. Ya no soy el cuñao, pero sigo siendo el vecino. Y por supuesto el amigo.

Termino, si me lo permitís, animándoos a fomentar vuestro amor, a hacerlo crecer. Hoy dais un paso que, en principio, debe ser para toda la vida. Pero recordad que hasta el vehículo más sólido requiere un mantenimiento. Que el tiempo puede ser muy cruel, y transformar, como decía Góngora, “el oro, el lirio, el clavel, el cristal luciente" "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Todo en la vida es caduco, menos el amor por el que se apuesta. Ése puede ser eterno. De vosotros depende.

Cuidad lo que tenéis, que es algo precioso. Ojalá algún día, dentro de muchos muchos años, muchísimos, la invitación a la danza que representaron en los muros de aquella iglesia de Berlín os pille aún bailando ese “baile mareante propio de los cuentos de hadas”, al que alude Joni Mitchel cuando habla de los efectos del amor en Both sides now, uno de los temas principales de Love actually, mi peli.

Recuerdo que cuando os conocí, aquel noviembre de 2002, acababa de concluir la lectura de uno de esos libros que me han marcado, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Pues ojalá algún día uno de vosotros imite al doctor Juvenal Urbino, uno de sus protagonistas, y clavando su mirada en el otro diga como últimas palabras: “SÓLO DIOS SABE CUÁNTO TE QUISE”. Sería la evidencia de que este peregrinaje que empezasteis el día que os conocisteis, y que hoy alcanza su cenit, habría llegado a su fin sin perderos por el camino. Os lo deseo de corazón.

A vosotros, a vuestros padres y hermanos, a vuestros amigos, a todos los que os queremos: Felicidades. Y gracias por aguantarme ((¿¿quién dijo que el ladrillo estaba en crisis, con el que acabo de soltaros??)).


viernes, mayo 11, 2012

Caminos cruzados



Nunca olvidaré aquel lunes. Tanto fue el cántaro a la fuente que, al final, se terminó quebrando. Llevaba mucho tiempo, tal vez demasiado, sin experimentar una cercanía tan plena, tan llena de espíritu y de sensualidad. Miradas. Sonrisas. Caricias. España se proclamaría en breve campeona del mundo, y la vida me permitió lanzar un tiro desde el punto de penalti que colé por toda la escuadra. Quedamos para comer y, de repente, estábamos tumbados en el sofá, abrazados, mirándonos, besándonos y combatiendo los rigores veraniegos bajo el aire acondicionado, que actuó de único testigo. Así hasta que a la mañana del día siguiente nos levantamos para ir a trabajar.

“Levitar era esto”, me dije. Nos conocimos poco antes, y ambos sabíamos que existía interés mutuo, mucho feeling. Nos quemamos. Volvimos a quemarnos unas cuantas veces, hasta que el fuego nos consumió. “Me gustas mucho, pero no estoy preparado para esto”, me dijo. Yo no lo entendí en ese momento. Luego sí. Las experiencias vividas posteriormente me enseñaron que, a veces, la vida te ofrece cosas que no son lo que parecen, papeles que no podrás clasificar en tal o cual archivo, por mucho que te empeñes.

Al principio hubo malentendidos, reacciones que no me gustaron, mal rollito. Pasaron unos meses y retomamos sutilmente el contacto. Un día le pedí que me recomendase un hotel en Londres: “Acabo de llegar de allí”, me dijo. “Está claro que, en la vida, tus caminos y los míos están llamados a cruzarse a destiempo”, sentenció entre risas. Me pareció una ironía innecesaria, aunque no exenta de razón. Hoy, él es uno de mis mejores amigos, un ser al que adoro, feliz con su chico y yo, aún más feliz de verlo así: porque se merece todo lo bueno que pueda ocurrirle. Y yo que lo vea, como dicen las maris...

Mañana sábado hará un año que te conocí en persona. ¿Me gustabas? No, me encantabas. Me flipabas. Te vi, y le solté a Chema ese “hoooostias....”, que tú ya sabes. Por azar coincidimos en el ciberespacio. Nos estuvimos tecnocomunicando durante un par de semanas, hasta que finalmente dimos el paso: “¿Un café? Me encantaría”. Café, cerveza y paseo. De ahí surgió un post, porque necesitaba darle forma a lo que sentí, y brotó un germen ilusionante, no sin ciertos –muchos- miedos. Algunas personas me confesaron que lo vuestro no tenía futuro, y alguien ajeno a tu círculo incluso dijo que habías explicitado públicamente tu interés por mí. Tal vez por eso creí que pisaba suelo seguro... y sin duda, por eso mismo, tus reacciones me descuadraban.

Te percibí “rarito”, y me alejé: el Dios del Sol me había chamuscado, y no tenía el alma para experimentos. Luego todo cuadró. Poco después, te acercaste y me tendiste una mano, que yo acepté encantado. El verano fue intenso para ambos, por motivos diferentes, y hallamos calor humano en el otro. Empezamos a hablar, a compartir palabras, signos de aliento, gestos de cariño. Ya poco importaban las razones que me llevaron a ti, sino que valoraba simplemente el hecho de estar contigo, de tenerte cerquita y en nómina.

Pasaron más cosas, y esos lazos fueron estrechándose, fortaleciéndose. Nos sentíamos solos, y ambos cuidábamos del otro. Cuando Murcia se vino abajo, percibí un bálsamo en tu cercanía, eso ya lo sabes... y también sabes que lo agradezco en el alma. Ahí estabas, ahí sigues. Desde entonces, no ha pasado un solo día sin que el uno sepa del otro: y yo, que me acerqué a ti por tu cara, tu cuerpo y tu simpatía, descubro que me ha tocado la lotería en forma de amigo noble y fiel. Qué ciego estuve...

El otro día me preguntabas si cambiaría nuestra relación por otro tipo de relación. Está claro que a todos nos gusta lo bueno, y cuando pienso en qué tipo de pareja quiero para mi vida, la respuesta llega con el título de esa canción que tanto te gusta: “Someone like you”. Pero no podrás ser tú, porque nuestros caminos están cruzados, como los míos con los suyos durante aquel verano futbolero. En este caso no hay ninguna razón psicólógica que lo impida, ni una ruptura traumática y cercana que genere pavor hacia el término pareja, sino algo mucho más hermoso: un compromiso con alguien a quien amas y que te ama. Nada más y nada menos.

Puede que si tú no estuvieras comprometido hubiera opciones, o puede que no. Pero eso ahora es lo de menos, porque es tanto lo que me das que, en estos momentos, yo soy feliz cerca de ti y lo soy cuando te veo feliz con él. Así yo renuncio a lo que sea necesario. Hace poco te lo decía aplicado a otro individuo: “Cuando alguien te quiere de verdad, tiene que saber dar un paso atrás, tiene que saber renunciar si con eso te beneficia. Porque se supone que, al quererte, quiere lo mejor para ti”. ¿Sabes? También es una receta aplicable a mí mismo. Ni quise ni intenté salir “por patas” cuando vi que contigo no había nada que hacer, sencillamente no es mi estilo... y no sabes cuánto me alegro: porque no es fácil hallar un tesoro sin ser pirata, y yo me he topado con uno muy grande y valiosísimo sin navegar ni pisar isla alguna. Suerte que he tenido...

Gracias a la vida, que me ha regalado un hermano. Y sobre todo, que me ha sorprendido y me ha dado una lección de amor. Déjame, eso sí, que te felicite por nuestro primer aniversario; decía Mecano “es nuestro aniversario, y no sabemos si besarnos en la cara o en los labios”. Nosotros nos besaremos en la cara, y nos daremos un fuerte abrazo, como siempre que nos vemos. Porque tus labios están reservados, y así tiene que ser. Y así quiero que sea... y que siga siendo. Es tu felicidad, y en ella va también una parte importante de la mía.

Y gracias a ti también. Por todo un año de humanidad fraternal y buenos sentimientos. Te quiero muchísimo, "mana".

viernes, abril 27, 2012

Capodimonte

Llovía. La mañana se despertó gris y húmeda sin tenerlo previsto. Toni, el chico dominicano que regentaba la recepción, me prestó un paraguas porque, en Nápoles, la lluvia podía ser tan beneficiosa como traicionera: “En Sevilla no ocurre de otro modo”, pensé. Y yo, como siempre, en mangas cortas... Salí a la calle y decidí aplazar un poco la marcha en beneficio de una última excursión: Capodimonte. La tarde anterior me despedí del sol napolitano cerca del Castel dell’Ovo, sentado en un banco pétreo y con los ojos clavados en las salinas aguas del golfo: mozzarella, unos plátanos, un poco de pan de centeno y agua mineral constituían mi menú, tan frugal como exquisito. Barato y, a la vez, único. Como el momento que vivía. Mientras, las olas rompían contra el camino de grandes rocas que conducía a la fortaleza.

Abrí el paraguas y anduve hacia la parada. Eran unos 30 minutos de trayecto, me advirtieron. Subí, validé el billete, tomé asiento y me evadí. Mientras dejaba a ambos lados el Museo Arqueológico Nacional, iglesias barrocas, plazas repletas de palomas y niños o edificios semirruinosos, recordaba con calidez las vivencias que tuve en los meses previos al verano. Duras, pero eran mías: “Lo hice lo mejor que pude y supe, aunque el resultado fuera un desastre”, sentencié. Sobre ruedas, la soledad me cayó como una losa. Pensé que me habría encantado compartir con él aquel instante... aquellas vacaciones. El autobús siguió surcando un mar multicolor de coches viejos y motos serpenteantes. Claxon, vaho y lluvia envolvían todo el habitáculo, favoreciendo la reflexión y el recogimiento por su carácter periódico, mecánico. Paradójico. Como todo en Nápoles. O como casi todo.

Miraba con descaro el muestrario de caras que me acompañaba hasta Capodimonte, y concluí que aquella ciudad era un escenario óptimo para el realismo mágico. El realismo de bruces, unido a la depre meteorológica, me tenían esa mañana un poco alelado. ¿Mágico? Yo no quería ni levitar comiendo chocolate, aunque a veces casi me pasara, ni ver una lluvia incesante de flores amarillas. Puestos a pedir magia, hubiera querido verlo subir al autobús, que me mirara y me sonriese. Que me abrazara. Que me besara. Y seguir juntos el peregrinaje hasta Capodimonte, primero, y hacia la costa amalfitana, después. Bañarnos juntos en las azules aguas azules del Mediterráneo. ¿Magia? No, milagro. Vamos, imposible. Literalmente.

Atravesamos un viaducto. A lo lejos se percibía a un sol que trataba de abrirse hueco entre las nubes. La claridad siempre tiende a la eclosión, y confiaba en que me ocurriese lo mismo. Sonreí. Me sentía frágil, pero brotó la sonrisa. Una esperanza.

De repente, el bus empezó a escalar una cuesta en zigzag interminable, mientras que la vegetación se tornaba abundante y verde. Rodamos tangencialmente por la explanada que rodea a la Basílica dell’Incoronata, un pequeño Vaticano kitsch y hortera, y me bajé en la siguiente parada. Pasé frío: la humedad cálida del transporte urbano contrastaba con el viento frío que rasgaba la colina. Y yo, en mangas cortas... Por analogía, el verano berlinés vino a mi memoria. Caminé, alcancé la verja del palacio, la empujé levemente y accedí a sus jardines, primero, y al edificio, después.

Pensé en Chema, recordé el día que pasamos juntos en Sanssouci. Aquello era ya historia, brasas apagadas, polvo inerte, un recuerdo bonito, precioso, de hacía cuatro años. Ahora, el dorado barroco, las cristaleras y lámparas, el cielo plomizo y los tonos vegetales constituían un escenario óptimo para el paralelismo. Berlín estaba tan lejos y, a la vez, tan cerca...

Continué mis vacaciones, y a la vuelta empezaron a cambiar las cosas. Todo ocurrió muy rápido. Hoy, nueve meses después, miro hacia atrás y percibo las modificaciones que han ocurrido. Ese viaje italiano fue realmente una vía de escape, un pasaporte a la calidez que yo mismo me negué durante algún tiempo, un camino hacia el paradójico valor de hacer en cada momento lo que se quiera, si se puede. Supongo que por eso no es raro que muchos días contemple la excursión a Capodimonte como un fasto singular, como una liberación, donde por unas horas me sentí muy bien siendo simplemente yo: frágil tal vez, reflexivo siempre, ilusionado por aprender y crecer, resiliente como se dice ahora... un ser humano con madera de ser humano.

Pronto volví a Sevilla y ocurrieron cosas, muchas, que me alejaron de mí mismo: del Carlos que subió a Capodimonte en un día de lluvia berlinesa. Sufrí, pasé un calvario, se fue gente que pensé que se quedaría, se alteró mi percepción sobre ciertas cosas... ruido, ruido, más ruido... como en el autobús, pero –esta vez sí- impidiendo la concentración.

Hoy llueve. La mañana primaveral de Sevilla se parece a aquélla del pasado julio en las afueras de Nápoles. O a cualquiera de los muchos días que viví en Berlín. Pero yo no soy el mismo. Hay algo que me saca el alma de sus casillas, que me impide conectar con mis emociones, que torpedea la claridad de ideas. La relajación napolitana se quedó allí, entre el barullo de coches y el jaleo de esas calles sucias, viejas y encantadoras. Sin embargo lo que no cambia, lo que permanece inalterada, es la capacidad para sacarle partido a mis vivencias, y el deseo de escuchar la voz de mi corazoncito, aunque a veces él y yo hablemos en distinto idioma. Contactar siempre es la vía para mejorar.

Acabo de ver en Internet que Capodimonte está de la Isla de la Cartuja a casi 2.550 kilómetros, pero... ¿y si en realidad estuviese aquí mismo y no me hubiese percatado?