Queridos Sergio y Su, padres y suegros, suegros y padres, familiares y amigos:
El día que se me apareció
por Facebook el Arcángel San Gabriel para decirme “bendito tú entre los
benditos, lees en la boda”, un Servidor acababa de levantarse pese a que eran más
de las 12 del mediodía. Eso sí: diré en mi descargo que era domingo y no tenía
resaca; el sábado de vísperas había trasnochado, únicamente, para quedarme a
ver Love Actually. Una película donde seis o siete historias heterogéneas de
heterogéneo amor se superponen y entrelazan para describir una evidencia: que
de hecho, el amor está en todas partes. Que todo está lleno de amor y sólo hay
que tener los ojos bien abiertos para descubrirlo.
Me puede esa peli. Entre
otras razones, porque me recuerda a alguien a quien, de uno u otro modo, amo y
amaré siempre. Pero también porque me identifico al cien por cien con quienes
sitúan al amor en el centro de la existencia, con quienes apuestan por una vida
donde el amor lo colme todo. Aquel domingo no tenía ni una pizca de cafeína en
el cuerpo, y reconozco que en principio mostré objeciones a pasar por este
momento que ustedes ahora contemplan: entre otras cosas porque siempre termino
llorando.
Sin embargo el Arcángel me
convenció, argumentando para ello que aceptar sería, indiscutiblemente, un
gesto de amor. Y después de ver Love Actually, la razón esgrimida te toca muy
dentro. Esa película, una de mis favoritas, es una auténtica catarata de besos,
miradas, sonrisas y vivencias que tienen como protagonistas:
·
a un viejo roquero y su manager,
·
al primer ministro británico y su asistente personal,
·
a un escritor desengañado y la chica del servicio doméstico,
·
a un niño que apenas levanta un metro del suelo y una compañera de
clase,
·
o a un artista de tres al cuarto enamorado locamente, y en silencio, de
alguien cercano e imposible.
¿Les resultan familiares
estas historias? A mí, alguna más que otra.
La primera moraleja que uno
extrae de esta historia es que el amor, como la muerte, es una danza a la que
todos estamos llamados. Nadie se libra del amor, igual que ninguno de nosotros
es eterno. En cien años todos calvos, afirma esa máxima... y habiendo sufrido y
gozado por amor, habría que añadir.
Recuerdo que hace unos años
casi entré en éxtasis al contemplar en la berlinesa iglesia de Santa María
un fresco medieval de 22 metros donde un papa, un obispo, un príncipe, un rey,
un gobernante, un mendigo y representantes de todos los estratos sociales eran
llamados por la muerte para, a través de la danza, recibir un golpe igualitario
de guadaña. Todos iban de la mano, y con alegría, a un mismo punto de destino.
Eso sí que era comunismo germano-oriental, y no el de Eric Honecker...
Cierto es que nacemos y nos
encaminamos hacia la muerte: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la
mar, que es el morir”, decía Jorge Manrique, una alegría de hombre, en esos
mismos años del siglo XV en que pintaron el fresco berlinés. Nacemos y morimos.
Ese destino es común para nosotros, los seres humanos, y también para los
perros, las iguanas o las macetas de geranios.
Sin embargo, nosotros
tenemos la suerte de nacer programados para amar. Desde que abrimos los ojos y
una primera bocanada de aire desvirga nuestros pulmones, comienza el
peregrinaje hacia el amor. Primero es mamá, luego la seño, luego la niña (o el
niño) del pupitre de al lado, luego la niña te coge la manita (el niño nunca lo
hará, os lo aseguro), más tarde lloras porque la niña, que ya es una mujercita,
se fijó en otro o porque el niño sólo quiere ser tu amigo, al final la
mujercita se convierte en tu confidente porque el niño pasa de ti y de ella...
Un drama shakespeariano.
Por eso os aseguro, tengo el
convencimiento personal, que todos los protagonistas de ese fresco berlinés
amaron igual que murieron. Nadie pasa por este mundo sin llorar, reír, sufrir y
gozar por amor, gracias a Dios. Aman el rey y el vasallo, el rico y el pobre,
los nobles y el populacho, el clérigo y el ateo, los de izquierdas y
derechas... Da igual lo que seamos, lo que tengamos o lo que pensemos: todos
buscamos amar, y ser correspondidos.
Recuerdo que a Sergio y a Sú
los conocí un mismo día hace justo ahora diez años. Y paradójicamente fue el
descubrimiento del amor, del primer amor, el que me llevó hasta ellos poco
después de que Bjork, una islandesa aficionada a la música que ni canta ni
compone pero que vende discos, me recordara a través de una poesía pagana que
en la superficie de la simplicidad, todo está lleno de amor. Igual que en Love
Actually, pero a berrío limpio. “Parecen buena gente, pero son muy distintos.
¿No?”, fue lo primero que le dije a Chema. Como única respuesta, mi
interlocutor abrió mucho los ojos: con el tiempo descubrí que ni siquiera hizo
eso. Es que los tiene siempre así de abiertos.
Desde el principio los
percibí asimétricos: Su es más bien rubia, Sergio moreno; él grandote, ella más
menuda; a ella le gusta la Kelly Family, a él Triana; y sobre todo, él habla
por los codos hasta con las piedras, y ella podría ser presidenta del club de
fans del monosílabo. Sin embargo esa asimetría, en el caso de nuestros amigos,
se ha convertido en complementariedad. Y ésta ha sido, o al menos eso creo, el
mejor sustrato para que brote el amor.
Ahora bien: dejando al
margen el físico y el carácter, creo que Su y Sergio comparten un mismo fondo.
Si tengo que describir lo que he visto en ellos durante estos diez años, diré
que he sido testigo de cómo evolucionan dos pipiolos veinteañeros en el amor y
en la vida. Sergio era un estudiante de Derecho con problemas para aprobar alguna que otra asignatura, y Su estudiaba informática en el instituto. Ahora son dos profesionales
que tienen una casa en el mejor de los lugares, un coche y hasta un gato, que
por cierto nació al poco tiempo de conocerlos un servidor.
Tengo muchos recuerdos
asociados a ellos, muchas vivencias que nos unen a idénticos lugares:
·
Juntos, en el pueblo, hemos disfrutado del olor a jara y retama, de los
dulces del Maxi, de la calidez de la chimenea, de la piscina de Castuera o de
eso que por allí denominan “torrija”, untada generosamente sobre un pan con más
viento que masa.
·
Hemos deseado la muerte al gallo de la Paula, nos intrigaba la vida de
Marcelino o repasábamos los apodos del vecindario, adaptándolos fonéticamente a
los requerimientos del buen humor, y siempre en torno a una mesa con saya
floreada, un pañito de croché y botellas de liquindoy pagadas a precio de oro
líquido en El Árbol.
·
Juntos hemos descubierto la grandeza de vivir en Gerena, la Toscana de
España y el orgullo de Europa, donde sólo residimos artistas y gentes de mucho
nivel.
·
Y juntos también hemos celebrado unos cuantos cumpleaños, bien en mi
sótano, bien en su patio; también eventos familiares como bodas y bautizos, e
incluso Noches de San Juan y victorias futboleras aderezadas con filetes y
chorizos, mucha Cruzcampo, las papas alioli de Irene y, para rematar, los brownies
de Guio.
Me gustaría destacar un
rasgo de cada uno de ellos: tal vez los que más me han llamado la atención en
esta década. De Sergio señalaría que sabe cuidar bien, e incluso mimar, a sus
amigos. Siempre lo ves rodeados por los mismos, y eso es muy buena señal.
Muchos de ellos, como Guío e Irene, proceden de la época universitaria; otros
del barrio, como Diego. Y por supuesto, junto a todos ellos, Eva: mi
Isabelita, a la que conocí a la par que a los contrayentes, rodeada de apuntes
sobre visigodos, romanos, astures, suevos, vándalos y alanos.
Por lo que respecta a Su, me
quedo con la paradoja. Me explico: que es reservada y parca en palabras no
requiere mucha aclaración. Es evidente. Sin embargo, Su no escatima en absoluto
muestras de cariño. Te ve y te abraza con ganas, te besa, se interesa por ti.
Sus ojos hablan más que sus labios: y es que, como dice el proverbio árabe,
“quien no comprende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación”. Pues
creo que su corazón habla, incluso, más que sus ojos.
Son muy buenas personas, y
lo demuestran continuamente. Pero, si me lo permitís, quisiera destacar dos
hechos en concreto que yo recuerdo de un modo especial.
·
Por una parte, ese día de julio de 2004 en que llegamos al pueblo desde
Toro, en Zamora, viajando del tirón en un Citröen Saxo viejecillo que se venía
abajo en las cuestas. Llegamos muertos de hambre, y pensando que sólo podríamos
trincar algo en el frigo porque no eran horas de ponernos a cocinar. No hizo
falta. Sergio, Su y Eva nos esperaban levantados y con la cena lista, pese a
que era tardísimo: aquello fue un festín de filetes y tortilla que, tras no sé
cuántas horas de viaje, no es que supieran a gloria: ¡¡es que eran la gloria!!
·
Por otra, y ahora me pongo serio, quiero darles las gracias aquí,
públicamente, por haber querido mantenerme a su lado. Hace dos años y medio se
quebró definitivamente el hilo que nos unía, cosas de la vida. Sin embargo, a
la luz de esos hechos descubrí que no estábamos unidos por un hilo, sino por
una malla: y aunque se rompa aquél, quedan más nexos. Muchos más. Todo un
entramado. Ya no soy el cuñao, pero sigo siendo el vecino. Y por supuesto el
amigo.
Termino, si me lo permitís,
animándoos a fomentar vuestro amor, a hacerlo crecer. Hoy dais un paso que, en
principio, debe ser para toda la vida. Pero recordad que hasta el vehículo más
sólido requiere un mantenimiento. Que el tiempo puede ser muy cruel, y
transformar, como decía Góngora, “el oro, el lirio, el clavel, el cristal
luciente" "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Todo en la vida es
caduco, menos el amor por el que se apuesta. Ése puede ser eterno. De vosotros
depende.
Cuidad lo que tenéis, que es
algo precioso. Ojalá algún día, dentro de muchos muchos años, muchísimos, la
invitación a la danza que representaron en los muros de aquella iglesia de
Berlín os pille aún bailando ese “baile mareante propio de los cuentos de
hadas”, al que alude Joni Mitchel cuando habla de los efectos del amor en Both
sides now, uno de los temas principales de Love actually, mi peli.
Recuerdo que cuando os
conocí, aquel noviembre de 2002, acababa de concluir la lectura de uno de esos
libros que me han marcado, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel
García Márquez. Pues ojalá algún día uno de vosotros imite al doctor Juvenal
Urbino, uno de sus protagonistas, y clavando su mirada en el otro diga como
últimas palabras: “SÓLO DIOS SABE CUÁNTO TE QUISE”. Sería la evidencia de que
este peregrinaje que empezasteis el día que os conocisteis, y que hoy alcanza
su cenit, habría llegado a su fin sin perderos por el camino. Os lo deseo de
corazón.
A vosotros, a vuestros
padres y hermanos, a vuestros amigos, a todos los que os queremos: Felicidades.
Y gracias por aguantarme ((¿¿quién dijo que el ladrillo estaba en crisis, con
el que acabo de soltaros??)).