Mol, life and so on

sábado, noviembre 05, 2011

Ofrenda personal al Apóstol Santiago. 01/11/11



Venerable patrón de España:

El peregrino que hoy se presenta ante Vos, el que se postra ante vuestros restos y abraza vuestro busto milenario, ha recorrido casi mil kilómetros en dos jornadas maratonianas para expresaros, con tanta impotencia como rotundidad, que se siente un hombre destrozado. Irritado. Perdido. Confundido. Con la insignificancia de un polluelo, y así de vulnerable, llego a este Campo de Estrellas sin saber muy bien a qué, mas sí guiado por la necesidad de encontrar la paz. Esa paz que me ha sido arrebatada, como el corazón, y sin la que en lugar de vivir, sobrevivo. O si el efecto cicatrizante del tiempo debe prolongarse un poco, y entiendo que así sea, que al menos pueda percibir las sensaciones positivas que estas piedras ocres y su olor a mojado siempre han transmitido a mi percepción del mundo y de la vida.

El hombre que hoy os visita recuerda insistentemente aquellos primeros versículos del Génesis: “La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, mientras que el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: hágase la luz. Y la luz se hizo”. Tranquiliza la constancia de que Dios se halla oculto en los lugares más insospechados; o de que sabe moverse en las tinieblas como pez en el agua, igual que escribe derecho sobre renglones torcidos, y acaba de demostrármelo hace apenas tres semanas.

La experiencia, Señor, nos dice que el paso de las tinieblas a la luz resulta en ocasiones milimétrico; cuestión de segundos, casi. Sin embargo, el camino inverso también se puede recorrer con la misma velocidad. Y así ha sido en mi caso. El santo Job era “perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal”. Yo no alcanzo tal nivel, como sabéis; ni en virtudes, ni en paciencia. Aunque sí creo, y permitidme que os lo diga, que existe algún tipo de desajuste entre lo que doy y lo que recibo a cambio. Al menos en ciertas parcelas de mi vida, ni mucho menos intrascendentes.

Como sabéis, Santo Apóstol, peregrino ahora en un desierto de hostilidad y rudeza. He sido justo, y crucificado. Las cosas no han tenido una evolución lógica, y el daño ha sido ingente. Azotado por la desesperación y el dolor de alma y cuerpo, yo también he mirado al cielo gritando, con lágrimas en los ojos: “Padre, te lo suplico, aparta de mí este cáliz”. Un cáliz lleno de hiel y de injusticia en el que, disueltas mi inocencia, mi entrega y mis esperanzas, se ha elaborado un cóctel amargo que ingiero a sorbos pequeños.

He sido yo también quien, acosado por el peso de una mente en continua ebullición, escuchó en sus oídos la voz del mal, que clamaba por tratar de enmendar lo inenmendable, o por intentarlo al menos, a costa de lo que fuese. Un cheque en blanco, de nuevo: “Apártate, Satanás –balbuceé como pude, sin convencimiento-, pues no sólo de paz vive el hombre”. Por muy ansiada que nos resulte, la paz no vale más que la razón, o la autoestima. Y por eso debo seguir mi camino, aunque no os niego, Señor, que preferiría recorrerlo de otro modo.

Tampoco ocultaré, en todo caso, la conexión entre la situación que atravieso actualmente y el estímulo que para mí representa el amor: siempre que sea buen amor. He hecho verdaderas estupideces bajo el signo de Cupido, con todos sus aderezos de idealismo y romanticismo, que casi nunca han sido correspondidas. Siempre he pensado que yo soy fuerte, que puedo aguantar un poco más, entregarme un poco más, y sin apenas plantearle exigencias a la otra parte. Estulticia supina, pero sangre en las venas, a fin de cuentas. Sangre mal entendida, ciertamente.

¿Sabéis? Hace unos días, mientras recorría las bóvedas de la Catedral de Sevilla, mi ciudad, durante una visita turística, dedicamos unos instantes a transitar sobre las cinco veces centenaria cúpula de la Capilla Real. Asomado al cupulín plateresco que la remata, traté de contemplar la belleza que atesora esa sala en forma de estucos repujados, mármoles y orfebrería barroca. Sin embargo mi interés, mi mayor interés, radicaba en encontrar de una ojeada la tumba de Alfonso X el Sabio, que allí descansa: “¿Sabes, mi regio hermano?”, pensaba decirle. “Tú y yo tenemos muchas cosas en común. Ambos amamos la literatura, usamos la lengua gallega, tuvimos un padre severo y fuimos, de un modo u otro, traicionados por un hermano. Sin embargo, hay un elemento que es el que más nos une: y es que nuestros cuerpos están en Sevilla, pero nuestros corazones yacen en Murcia”.

Así es, Señor Santiago. El rey castellano, al que bien conocéis porque el Camino que conduce hacia estos muros románicos fue un tema recurrente en sus Cantigas, es un cadáver hueco. Yo también me siento así. No tiene entrañas, ni corazón. Yo ahora tampoco. En el caso del monarca toledano, ambos elementos fueron extraídos hace siglos y trasladados al templo catedralicio de esa ciudad levantina, no sé muy bien por qué. Allí ocupan una pequeña urna gris que custodian dos maceros pétreos, vigilada también de soslayo por la Virgen de la Fuensanta cuando baja en septiembre desde la sierra. Hace unas semanas pude contemplar ese pequeño catafalco con mis propios ojos, y bajo la mirada sublime y azul, perfecta y siempre inspiradora de mi órgano motor, que no está momificado, sino vivo y errante, aunque ya fuera de mí para siempre.

Supongo que sois consciente de la dureza de este asunto: por eso hoy por hoy, para mí, la paz es imposible. Cuando voy al trabajo por las mañanas, todavía sigo mirando día tras día hacia el lugar donde me sonrió por primera vez, con la absurda esperanza de encontrarlo ahí algún día, mostrándome la perfección de su perfecto rostro, mirándome, dándome un baño asfixiante de su vitalidad azul, azul, azul. Pero llegará: no él, sino esa paz anhelada, como llega todo.

Lo bueno del corazón, insigne Señor, es que puede ser fabricado de nuevo y volver a latir. No quiero un repuesto, pues la lección queda bien aprendida para mucho, mucho tiempo. Simplemente necesito fuerza y materiales para ir creando uno, esta vez intransferible, que me permita comprender una máxima: y es que todo aquello que depende de nosotros mismos es, y será siempre, nuestro bien más seguro. La abnegación es peligrosa en algunos terrenos, y las oportunidades hay que darlas con cuentagotas y a quienes acrediten méritos, interés verdadero y constancia contrastada. Todo lo demás, y ya lo decía el Eclesiastés, es “vanidad de vanidades”.

Deseo, por tanto, que mi fuerza de voluntad, antes infranqueable y consistente cual muralla medieval, vuelva a ser firme y segura como aquella columna que, según la tradición cristiana –y así lo enuncia vuestro himno-, os entregó la Madre de Jesús, a orillas del río Ebro. Ese pilar, símbolo de la fortaleza extrema que necesitamos para afrontar los momentos difíciles, será una inspiración para mí. Desfallecer es caer al Ebro y perderse en sus turbias y turbulentas aguas. Perseverar, por el contrario, es agarrar con fuerza el báculo y la venera para caminar hasta vuestras insignes plantas, haciendo frente a los contratiempos que el camino pueda brindarnos, por duros que estos sean.

Soy peregrino y mensajero de vocación como sabéis, pues me habéis visto crecer en uno y otro aspecto. Sin embargo, los hechos vividos y la percepción que tengo de lo que me rodea hacen que me sienta, como Vos, en continua tierra de infieles. La Celtiberia que os recibió en el siglo I es revivida por mí con relativa frecuencia, cada vez que descubro que el ahora lobby al que pertenezco, sin haberlo elegido, está formado por demasiadas gentes básicas, de corte tribal y escaso interés en los valores humanos, como el pueblo que os comenzó rechazando en los albores del Cristianismo.

Atravesar patrias hostiles nunca es fácil, Señor. Lo sabéis. La historia está llena de ejemplos. Pero Vos sois un estímulo para quienes, con determinación, claridad de ideas y confianza en el destino, afrontamos los rigores de la ventisca abrazados a nuestra esclavina y envueltos en una capa. Frágiles y agotados, pero con determinación. Porque si algo me ha enseñado mi experiencia peregrina es a disfrutar del camino, sin obsesionarme por alcanzar la meta. Y a tener claro que en el hábito de peregrino se halla todo lo necesario para culminar con éxito nuestro periplo vital. De nosotros depende, Santo Apóstol. De nosotros. Sólo de nosotros... Ahora lo sé. He tardado en aprenderlo, pero la lección está impartida y asimilada gracias a una vertiente práctica tan desafortunada como intensa. Pero lección ha sido, al fin y al cabo. Aun así, caminamos por la senda con la esperanza de encontrar a quien nos acompañe en el trayecto hasta Compostela. Porque aún, y en eso no han cambiado los tiempos, sigue sin ser bueno que el hombre esté solo...

Antes de solicitaros vuestra bendición apostólica para todos mis familiares y amigos, extensiva de un modo muy especial a mi hermano Juan José por razones que a Vos no escapan, quisiera pedir públicamente perdón por el daño que en estas últimas semanas haya podido infringir a los miembros de mi flota: pues reconozco que a veces me ha podido el egoísmo del sufriente, reprobable aun siendo lícito. Del mismo modo, quisiera dar las gracias nuevamente por el apoyo recibido desde todas y cada una de esas personas que tanto me han demostrado, y me siguen demostrando, a raíz de lo ocurrido. Gracias. Os ruego que anotéis en buen lugar la generosidad de corazón y el carácter incluso compasivo, y siempre empático, que han tenido conmigo.

Que el sol vuelva a salir, más pronto que tarde. Esa es la petición que os dejo antes de volver a casa. Pero sobre todo, insigne patrón, quiero pediros algo mucho más complejo: que se fortalezca mi esperanza, ahora muy debilitada. Soy macareno, y sé de buena tinta que la vida es menos hermosa cuando el verde se vuelve pálido. No se puede vivir sin esperanza, venerable Apóstol. Porque es ella, y no el corazón, la que de verdad nos mueve y nos invita a sonreír cada mañana.

Quiera Dios que la sonrisa pueda brotar de nuevo en mi rostro; que los pájaros canten en mis sueños; que la paz se instale en mi alma, y que la serenidad y el descanso impregnen por fin mi espíritu, ahora hecho jirones y cenizas.

Que así sea.

1 Comentarios:

  • Ahora sólo tienes que leerte a ti mismo, eliminando el frontón del Apóstol.

    Eso que tu llamas Paz, yo lo llamo Calma y es cara, porque supone renuncias que muchas veces cuestan años ejecutar.

    Un beso y luego te abrazo.

    Por Blogger Argax, a las 2:40 p. m.  

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