Fromm, la facu y yo
Hay experiencias académicas que te marcan de por vida. Yo tengo muy presentes aquellas tardes de otoño, oscuras y frías. A veces tenía que ir a la facultad sólo para dar dos horas de estructura de los medios de nosequé: y daba pereza, no lo niego, pero me gustaba calzarme el abrigo con la pegatina destrozada de la paz y tirar para el centro a lomos de mi vieja bici azul, clack, clack.
Ramón no defraudaba. No es que fuera el mejor profesor del mundo, pero sus clases eran amenas, intensas, abiertas a la participación de jóvenes que, por aquel entonces, vivían el periodismo con reverencia e ilusión. Él nos enseñó que debajo del tabloide había un sustento filosófico: hablaba de la libertad de expresión, de los derechos humanos, de la responsabilidad social del informador… siempre con pasión, con el convencimiento propio de quien, probablemente, nunca habría recibido las presiones de un director a sueldo ni de esos grupos políticos y económicos a los que tanto culpaba.
Pues mi viejo profe, al que en cierto modo le debo mi actual trabajo, me inculcó dos conceptos muy reveladores para un joven de 17 ó 18 años: uno, el de la aceleración de la historia, recogido por Alvin Toffler en La tercera ola; otro, el del miedo a la libertad, expresión acuñada por Erich Fromm en su clásica obra homónima. Ambas son una verdad evidente, creo. Con el tiempo servidor, convertido más en ciudadano que en el estudiante que nunca he dejado de ser, a Dios gracias, las buscó en las librerías. Sin mucho convencimiento, verdad, pero eran dos piezas en la diáspora de mi biblioteca. Con Toffler no hubo suerte, aunque sí con don Erich.
Y para nada. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque cuando abrí el libro no fui capaz de pasar de las diez o doce primeras páginas. No porque fuera complejo, ¡joder si lo era!, sino porque ponía demasiado el dedo en la llaga. ¿De qué hablaba? No quiero enrollarme explicando la biografía del autor o su visión del nazismo, pero sí creo necesario sintetizar groseramente una de sus ideas más brillantes: que el hombre, en según qué contexto, cae en la tentación de hipotecar el yo, de ofrecerlo como sacrificio a una superestructura anuladora que lo gestiona en su lugar, marcando caminos, ritmos y directrices. El autoritarismo como vía para evadirse de la realidad. Sí señor, con dos cojones.
Yo llevo toda la vida luchando por ser sólo una cosa: yo. Quienes me conocen muy estrechamente saben que eso me ha provocado insomnio, gastos, viajes asalmonados a contracorriente, alguna que otra mala cara, sensaciones de soledad, momentos de pánico, más de un mal trago, comederos de tarro, desplazamientos a la farmacia para comprar Lexatin y un etcétera moderadamente largo.
Con el tiempo se van alcanzando ciertos objetivos, pero reconozco que a veces caería en la tentación de morder la manzana. Añoro una mente en blanco, una orden irrefutable, una inclinación de cabeza a la mayor gloria del líder de turno, un “Dios lo quiere”. Cuando el ser humano toma conciencia de ser libre, de actuar según su criterio, un escalofrío recorre tripas y espalda. Y eso escuece más de lo que nos gustaría.
Personalmente, creo que no hay cosa más difícil que la coherencia. A veces me encantaría pensar que un Dios tiene las llaves de un destino administrado, un poné, por cualquiera de las iglesias: porque ese mismo Dios omnipotente tendría mi vida en sus manos y yo no sería responsable de mis actos. Las tentaciones se combatirían con agua bendita, y mi yo estaría en cualquier sitio menos atrapado en mis propias entrañas.
La realidad, mi realidad, es muy distinta: mi yo está aquí, y es el gestor de su propia vida, para lo bueno y para lo malo. Tiene que tomar decisiones, casi siempre imperfectas y no respaldadas por el auxilio de ningún ser supremo. Se traga sus hieles y comparte sus alegrías, o al revés, según toque, pero las unas y las otras son consecuencia de sus propios actos o de un contexto también regido por hombres imperfectos –a veces incluso más que mi yo-. Y aunque procura vivir con cierta perspectiva, siente a veces el pánico de quien sabe que el destino lo trazan sus propias manos. A veces da vértigo, otras es una bocanada de aire puro, pero la evidencia es rotunda: el futuro está en mi cartera.
Sí, yo también siento miedo a la libertad. Tal vez porque soy demasiado responsable.
4 Comentarios:
tanto que nadie se atreve aquí a poner nada...la completa libertad no existe. Y si existiera, no nos gustaría. Yo creo que la sabiduría y la madurez están en saber ser flexibles sin dejar de ser nosotros mismos y con eso ser capaces de ser felices.
La coherencia no es una obligación, ni siquiera una maldición. Ser incoherente es algo que tiene que ver (creo) no con la imperfección o con la pereza, sino con la misma esencia de la humanidad. Para mí creerse superhombre es un grave defecto. Pensar que todo tiene perdón también. La flexibilidad, el término medio, nada es blanco ni negro...
Por Vulcano Lover, a las 8:56 p. m.
Yo es que tampoco creo demasiado en el principio de responsabilidad ni por supuesto en la perfección. No tiendo a creer en ninguna trascendencia, ni en la de mis actos siquiera. A veces incluso creo que soy demasiado espectador del paisaje cambiante del mundo. Pero es que tampoco puedo dejar de ver el mundo como una provisionalidad irrepetible e impredecible. Eso sí, no acepto que los demás me impongan sus ideologías, sus trascendencias, sus fines del mundo, sus cómputos cerrados de verdades absolutas. Soy un hedonista poseído por el relativismo moral y encima creo que ese relativismo moral que los dogmáticos denuncian, es el camino para evitar la deshumanización, porque te obliga a enfrentarte a tus preguntas, no es un examen tramposo con las respuestas hechas.
A mí siempre me han provocado escalofrís las certezas, las verdades reveladas. Soy complejo, contradictorio, cambiante, incoherente, cobarde, vago, hedonista y maricón. Y parece que nací vacunado contra la tentación de ofrecer mi yo a un bien superior y ulterior.
Somos tan distintos y tan iguales...
Por mikgel, a las 2:15 p. m.
Coño, Mikgel, ¿de dónde te ha salido todo eso? Me has... no sé, casi sobrecogido ;-)
Por Carlitos Sublime, a las 5:47 p. m.
Es que yo cuando me pongo petarda soy malo, pero cuando me pongo intenso soy peor.
Por mikgel, a las 3:00 p. m.
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