Mol, life and so on

jueves, febrero 24, 2011

Desnudos




“Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos” (Gen.3:7). Aquellos días flamígeros de agosto, henchido por la ilusión que siempre me han provocado los descubrimientos literarios, dediqué horas y horas a avanzar en la lectura de ciertos libros que, a partir de septiembre, formarían parte del temario de Literatura Española del siglo XX. La Selectividad casi se oteaba en el horizonte, y la perspectiva de que al año siguiente, y por esas mismas fechas, podría estar admitido en Periodismo me impulsaba a trabajar, y trabajar... y a disfrutar, y disfrutar...

Recuerdo con mucho cariño todos aquellos libros; sin embargo, hubo uno que me llegó al corazón: El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. A raíz de sus páginas, borré de mi mente el concepto básico e insípido de la manzana de Adán –una manzana es básica, insípida y yo diría insulsa de por sí- por otro mucho más complejo: el de fruto del árbol del bien y del mal, al que este donostiarra universal equiparaba con el árbol de la ciencia. Ese día, el adolescente que en lugar de cabello lucía un auténtico casco de caracoles llamado Carlitos Sublime, sintió que la madurez debía de ser algo complejo. Donde la Iglesia y el arte ponían manzanas, los intelectuales dogmatófagos colocan algo más relativo, un suelo que se tambalea bajo los pies. Y los grises alegran y escuecen al mismo tiempo.

Sin embargo, el resultado era el mismo: si muerdes su fruto, te sientes desnudo. No porque Dios así lo disponga, sino porque es tu tributo a la frágil condición humana. Sentirse desnudo es, con diferencia, mucho peor que estarlo, salvo que el frío arrecie. Cuando te sientes en bolas, las orejas se retraen, la mirada se baja y experimentas que tu estatura baja, y baja, y baja... Es algo normal, a todos nos pasa alguna vez que, como Adán y Eva, metemos la pata con tal ímpetu que cuando cobramos conciencia de nuestro error, escuchamos dentro la voz de Yahvé diciéndonos: “Gilipollas, que la has cagao, maricón”. Y la ropa nos cae a los pies. Hasta ahí, todo normal.

El problema te llega cuando son los demás quienes perciben tu desnudez y tú, por el contrario, te sientes recubierto por un manto de armiño. Eso se puede llamar de manera muy parecida a prepotencia, o a soberbia. Y a todos nos pasa: pero la diferencia radica en que hay quien, al menos, buscando la verdad y el equilibrio se esfuerza por ser consciente de que el tejido no es armiño del bueno, sino un pañito humilde de Zara, en caso de que haya algo. Pienso en este momento en todos esos tertulianos radiofónicos que en menos que canta un gallo, han pasado de comentar las cifras del paro a las consecuencias de la Revolución del Jazmín en Bahrein. Ahora, todos saben que ese país es la clave para la estabilidad en la región, todos citan a analistas y todos hablan con un mal dominio de la retórica elemental sobre los comos, los cuandos y los porqués. ¿Se creen sus propias sentencias cuando las dictaminan? ¿Nunca se han visto desnudos en el espejo de la opinión pública por tan falsa seguridad? Me temo que las respuestas sean, respectivamente, sí y no.

También se me vienen a la cabeza nuestras ministras de Sanidad, Cultura y Asuntos Exteriores, ejerciendo cargos que les vienen grandes, grandes, grandísimos. O, sin ir más lejos, personas que a consecuencia de la edad y/o de una escasa formación humana se creen en posesión de la verdad a tiempo completo y piensan que la autocrítica es algo que le pasa a los demás cuando reconocen que se equivocan. Curiosa percepción del desarrollo personal.

Es bonito estar desnudo. Pero ahora que lo pienso, creo que es mucho más bonito sentirse así de vez en cuando. Porque de los errores se aprende y reconocerlos es, además de la única salida que nos queda, una manera óptima para seguir creciendo.