Mol, life and so on

miércoles, agosto 10, 2005

Reyes vs Cándida (part one)

No sé por qué, pero últimamente la recuerdo mucho. Incluso sueño con ella. La señorita Reyes, mi profe en 1º de EGB -y ya de aquello ha llovido-, era como una segunda mamá para todos nosotros. Creo que nunca podré olvidar mi primer día de cole, llorando para variar -un numerito que cada curso montaba durante mi premier, hasta tercero, año por año- y diciendo que me quería ir con Sor Encarnación, la monja de preescolar. Ella, con más paciencia que otra cosa, y con la inconmensurable ayuda de mi amiga Paqui, la novia de Ito, que entonces no levantaba dos palmos del suelo (ahora tampoco), pudo convencerme de que allí, en mi nuevo cole, lo íbamos a pasar muy bien e íbamos a aprender muchas cosas.

Recuerdo cuando la veíamos entrar, con su bolso, con esos zapatos austeros de medio tacón, el pelo recogido a lo Jacquie Kennedy -estábamos a finales de los 70, no se olvide- y esas enooooormes gafas de sol que a Jorge y a mí nos provocaban miraditas de complicidad y carcajadas subliminares. Me encantaba verla dibujar. Sobre todo cuando pintaba frutitas para hacer conjuntos, esa terrorífica primera toma de contacto con la no menos terrorífica disciplina que es la Matemática (así, en singular, ¡por puta!). Lo hacía con un cariño sobrecogedor, el mismo que distribuía entre sus pequeños alumnos o que ponía en cada una de las preciosas letras de caligrafía que escribía en la pizarra para formar frases y, luego, practicar un poco la lectura.

Mi primer contacto con la educación primaria tuvo mucho de realismo mágico. La señorita Reyes era capaz de hacer que en clase llovieran flores amarillas, que levitáramos comiendo chocolate, que en el patio de la portera apareciesen piedras con nuestros nombres pintados. Era un lujo de persona y de profesional de la enseñanza que nos enseñó, sobre todo, que el cariño tiene fuerza. Más de la que podamos imaginar. Quizá por eso el día que murió su padre, Jorge y yo decidimos de motu proprio que íbamos a regalarle las cincuenta pelas que nuestros respectivos padres nos habían dado para abonar las tasas de la APA. Y sin duda, por ese cariño que nos tenía y porque era una mujer dignísima, nos dio las gracias y nos dijo que no.

No hace mucho, Paqui me dijo que Doña Reyes había muerto. La última vez que la ví estaba en COU, más o menos, y pese a que hacía más de quince años que me tuvo como alumno -y a que podía tener tranquilamente sus setenta y tantos-, recordaba el nombre de muchos compañeros de mi 'promoción'. Tenía el mismo pelo. Creo que incluso las mismas gafas que en aquel lejano curso 1979-80. Y, por supuesto, el mismo amor a los demás, sean éstos niños de cinco años o jovencitos de diecisiete que andan un tanto perdidos queriéndose comer el mundo. Ese día descubrí que la señorita Reyes había sido mi maestra: y eso, qué duda cabe, es mucho más importante que ser profesora.

Pero lo bueno no dura etennamente...